“¿POR QUÉ ITUZAINGÓ?”
ITINERARIO DE UN DESTINO


A Margot y Ricardo (mis dos hermanos)


Declarado de interés legislativo (exp. D/498/03-04)

Declarado de interés provincial (exp. D/497/03-04).

La autoría de ambos proyectos corresponde al diputado provincial por Ituzaingó Dr. Horacio González

Mario Passano nació el 27 de octubre de 1924 y falleció el 23 de julio de 1995. Fue dueño de una maravillosa intuición para todo en la vida. Tanto arreglaba un motor como construía una casa, escribía un libro o actuaba en teatro o cine con asombrosa naturalidad.

A los 18 años realizó una larga gira por toda Centroamérica con el gran actor Enrique de Rosas. Cuando llegó en 1949 se consagró en “Los isleros”, junto a Tita Merello y Arturo García Bhur. Luego filmó con Enrique Muiño “Caballito Criollo”, con Enrique Santos Discépolo, “El hincha” con Mario Fortuna, “Dock Sud” y muchas muchas más.

Formó un rubro teatral con su hermano Ricardo, demostrando una maravillosa “chispa” cómica en la obra de Eduardo Pappo “Buenos días mamá”, que llevaron en gira por toda la República Argentina. Junto a Ana Lasalle sorprendió al público y a la crítica por su brillante composición en “La rosa tatuada” de Tennesee Williams.

En 1963 se dedicó a la industria creando una fábrica de muebles para televisión. Mario Passano fue un gran actor, moderno, sincero, natural. En su primero libro “Reflexiones de un actor”, demostró su profunda y clara filosofía de la vida.

HOY, USTEDES SERÁN JUECES PARA JUZGAR… ¿POR QUÉ ITUZAINGÓ?




La edición de la obra “¿Por qué Ituzaingó?” ha sido un sueño largamente acariciado por la familia Passano. Siempre estuvimos convencidos que las memorias de mi hermano Mario merecían ser conocidas, porque permitirán a las nuevas generaciones descubrir un Ituzaingó desconocido.

Como todos nosotros, Mario amó profundamente este pueblo pero ese sentimiento, ese entrañable amor supo volcarlo en un libro donde su espíritu está presente en cada una de las páginas.

Esperamos que el público pueda apreciar “¿Porqué Ituzaingó?” obra que Mario escribió motivado por este pueblo y el amor por su río, el Reconquista, expresado por el “Francés”, el mejor amigo de Mario, en aquella frase: “El río es nuestra vida”.

Y sobre todo que sea de utilidad en las escuelas para la mejor comprensión de la vida en nuestro pueblo durante su desarrollo en la primera mitad del siglo XX.

Ricardo Passano

 





A MANERA DE PRÓLOGO

Paré la grabación e inmediatamente rebobiné.

¿Cuánto tiempo atrás sería necesario recorrer? ¿Cuándo empezar?

A los treinta años… a los veinticinco… a los veinte…

Me dije: a esa edad no… entonces ¿cuánto atrás?

En esta fantástica y cibernética máquina, mi apretada vida empezaría a revivir sus primeros años.

La idea me fascinó… Entonces llevé lentamente el índice al tercer botón, lo apoyé y al presionar escuché emocionado la querida voz de mi mamá que relataba el comienzo de mi vida y con ella, aquellos recuerdos que junto con mis travesuras y duras experiencias formaron mi mundo en Ituzaingó. (1)

Mario Passano


(1) Población situada a 30 kilómetros al oeste de la Ciudad de Buenos Aires.



COMENTARIO

Cuando en el museo leimos el original de “¿Porqué Ituzaingó?” inmediatamente comprendimos que era un libro de texto que debía llegar a todos los habitantes de Ituzaingó y en especial a alumnos y docentes. Pero el libro va más allá de nuestras fronteras como lo fue el best seller del brasileño Vasconcellos con “Mi planta de naranja-lima”.

El Ituzaingó de la primera mitad del siglo XX, somnoliento, bucólico y arbolado, el de la cancha de fútbol en la plaza, del tranvía a caballos, del balneario en Puente Márquez, de la vida silvestre en el río, es descripto con maestría por este notable escritor argentino cuya vida se enriqueció con vivencias de su pueblo, viajes por otros países e interpretaciones de obras de la dramaturgia universal.

Proveniente de una familia pionera que integró la segunda ola poblacional, de reputación internacional que dieron prestigio a Ituzaingó a través de Latinoamérica y Europa: abuela, abuelo, padre y tía actuaron en Uruguay, las películas protagonizadas por su hermano Ricardo recorrieron Latinoamérica y él mismo actuó en películas francesas. Mario Passano se destacó también en la literatura como autor reflexivo y profundo.

Rolando Washington Goyaud, 

director del Museo Clarisse C. de Goyaud



CAPITULO I
UN PUEBLO EN EL OESTE

--¿Por qué Ituzaingó, por qué? –insistió mi mamá. Mi padre convencido le contestó:

--Es la parte más alta del oeste… tiene el mejor aire… es recomendable… los chicos se van a criar sanos y fuertes –y finalizó—Es campo… ¿no querías campo? Alquilaremos una quinta… Zurlo y mi hermana están de acuerdo.

--Es tan lejos –reflexionó mamá-- ¿Cómo vas a hacer con el teatro? ¿Cómo te la vas a arreglar?

--Viajaré… viajaré en ferrocarril.

Mi padre se quedó mirándola un rato, luego la tomó por la cintura y muy pausadamente le dijo:

--Lo importante es que quieras ir, lo demás lo voy a solucionar.


El camión cruzó la barrera de Santa Rosa. (2). Ya estábamos en la zona. Mataco ladraba desesperadamente. El chofer se detuvo al costado del camino, volvió a mirar el papel con las indicaciones, bajó, cruzó la calle y entró en el almacén.

A través de la puerta que el camionero dejó abierta, observaba el manto de margaritas silvestres, paraísos, pinos, eucaliptos y de pronto descubrí el aire impregnado de una fragancia natural. Junto a la huella del camino, aferrado a las piernas de mi padre, vislumbré un nuevo mundo, que sería el teatro de mis primeros años en este pueblo sano y puro, sin violencias y con días cargados de emociones y travesuras.

En la puerta del negocio apareció el chofer con otras personas que con claros ademanes le indicaron nuestro destino. El hombre agradeció, se calzó la gorra y pronto estuvo al volante. Llegamos enseguida. Era una quinta de un cuarto de manzana, a cinco cuadras de la estación.

El perro se lanzó a la carrera por su nuevo escenario como un loco entre las malezas y plantas hasta quedar extenuado. Mataco dio el visto bueno a su manera. El perro y yo éramos felices.

Al caer el sol mis padres, mis tíos y mis hermanos mayores ya habían descargado las cosas acomodándolas en el comedor. Después de revisar el camión, el chofer, mi padre y el tío Zurlo (3) se fueron.

Nos quedamos solos mamá, mis hermanos, la tía y… el perro.

Entramos un recipiente con agua del molino, pura y fresca, más sabrosa que la de la Capital. Tía ató al perro junto a la puerta, buscó entre sus cosas hasta encontrar la escopeta que junto con una caja de cartuchos colocó sobre la estufa y nos encerramos. Mamá improvisó una cena que comimos con un apetito atroz.

A través del ventanal divisé el cielo cargado de estrellas brillantes y sin darme cuenta estaba descubriendo un mundo nuevo. Me acurruqué junto a mis hermanos y me dormí.

Mataco estaba lamiendo mi cara cuando desperté. Me levanté, mamá me vistió… y junto con el perro decidimos inspeccionar el terreno.

Mi padre y el tío Zurlo ya estaban arreglando la tranquera. En la casa gran parte de los muebles y enseres habían sido acomodados.

Pronto conocería a los nuevos vecinos.

El perro y yo nos acercamos al portón. Al llegar, la voz de mi tío Zurlo potente como si estuviera en el teatro, me paralizó:

--Quedate donde estás, no toqués nada… --y le dijo a mi padre:

--Che Ricardo… cuidá a este bolchevique, que es medio revolucionario… va a tirar todos los clavos.

--¡Antonia, tu hijo ya está haciendo desastres! –reclamó mi padre.

Como mamá no aparecía, Zurlo pidió ayuda a su mujer:

--Amalia, llévate a este chico… ¡Por favor!... Aquí es un peligro… --y exclamó: ¡Qué lindo loco!

El tío era un actorazo pero también hombre de campo. El teatro era su medio de vida, pero sus condiciones abarcaban la pintura, la música y la carpintería. Sus recados tenían incrustaciones de oro, los estribos de plata valían una fortuna. En su época, la mayor parte de sus interpretaciones teatrales eran gauchescas y los actores principales tenían que tener un gran dominio: Saber montar a la perfección, ser hombres de “a caballo”. Zurlo era uno de ellos, y tanto su atuendo personal como sus composiciones gauchescas eran genuinas. También tenía cajones repletos de decorados y de vestuarios de distintas obras. Entre las cualidades de hombre múltiple afloraba la de un empresario. Había realizado giras por el Pacífico. Continuamente viajaba. Cuando mejor vestía, fumaba puros, cuidaba sus detalles, se perfumaba, entonces seguro que no le iban bien las cosas porque cuando no trabajaba era cuando más aparentaba estar bien. Así era mi tío Zurlo un personaje de aquella época.

Sonó fuertemente la bocina y todos corrimos al portón. Sabíamos que papá vendría con un auto. Era un Ford “a bigotes” modelo 29, nuevito que habían traido desde la Capital. Mi tío Domingo al volante parecía un mariscal. Abrimos el portón y todos seguimos el accionar del vehículo hasta que se detuvo en el patio debajo de los eucaliptos. Yo me mantuve aferrado a mamá hasta que ella me levantó y me sentó junto con mis hermanos en el automóvil. Papá subió, luego lo hizo Domingo y con gran estrépito nos llevó a dar una vuelta. La huella, los pozos y el polvo que levantaba al pasar eran el escenario de mi primer paseo en aquel recordado “fortacho”.

Cuando regresamos, el ruido espantó a las gallinas y el perro las corrió por el campo junto con mis primas.

Domingo se dedicó a explicarle el manejo del auto a mi padre. Era toda una novedad. Mi hermana con un plumero limpiaba exageradamente a la nueva adquisición mientras mamá me sacudía la ropa. Luego sufrí que me peinara.

A medida que pasaban los días mucho más adaptado al cambio y sin ningún esfuerzo aparente, se fue formando mi incipiente personalidad con elementos genuinos. Así mis ojos descubrieron por primera vez el misterio de la formación de una tela araña y el crecimiento natural de los frutos, con un sabor puro, desconocido.

Ahora ya no eran los días, eran los primeros años los que tendría que ir gastando para poder crecer.


(2) Nombre de una calle, originado en una pulpería que dio origen al nombre del pueblo: Santa Rosa de Ituzaingó.

(3) Humberto Zurlo, actor de teatro.

 





CAPÍTULO II
TIEMPOS DIFÍCILES


El primer golpe llegó. Humberto Zurlo, mi tío había muerto. Grotescamente, por problemas de jurisdicción el pobre tío fue depositado en un camión y cubierto con una sábana que luego disimularon con unos trastos. Todos lloraban. Así lo llevaron hasta la Capital dos hombres y mi padre. Al tío ya no lo volví a ver. Mi padre regresaba a la noche solo.

Pasaron los meses y yo seguí creciendo. De pronto mi padre se puso triste. Sin entender veía que ahora se iba a la noche. Había cambiado el trabajo. Dibujaba y era periodista en el diario “La Calle”. Fue la primera vez que escuché la palabra huelga, motivo por el cual mi padre ahora era dibujante. Los actores no trabajaban. Tenían conflictos con otros hombres que no eran actores. Pasó mucho tiempo para que yo entendiera esto de la palabra huelga. Fue duro. Mi padre quedó en la calle.

La vida empezaba a mostrarme lentamente la otra cara. Papá sin trabajo no era el mismo. Gritaba por cualquier cosa, pero igual estaba triste. Yo tenía miedo. Mamá lloraba. Algo sucedió porque nos mudamos a una casa más chica, cerca de la quinta.

Aunque no lo noté deben haber sido años duros para mis padres. Llegaban a casa amigos de papá, hablaban, se acaloraban, golpeaban la mesa con los puños, pero mi padre seguía sin trabajar.

Un día mamá y yo lo acompañamos a la estación. Al llegar el tren mamá lo besó y le dijo:

--Ricardo, no cambies a tus hijos por tus ideas… Te quiero.

Los dos lloraron. El tren partió y mamá se quedó un largo rato en el andén. Me levantó y me besó varias veces. Emprendimos el regreso y con lágrimas rodando por sus mejillas me dijo:

--Papá fue a trabajar… ¿sabés Marito?... Así que ahora vamos a rezar… ¿Sabés Marito? Para que tenga suerte… ¿Eh Marito?

Y riéndose, aún con lágrimas en su hermoso rostro volvimos. Yo sin entender y mi madre cubierta de nuevas esperanzas.

Papá empezó a trabajar en la radio. Al poco tiempo tuvimos un disgusto muy grande con el dueño de casa. Intervino mucha gente. Yo notaba que entraban y salían vecinos, amigos, hasta que vino un agente de policía y se llevó a papá. Cuando regresó por la noche, escuché desde mi cama que decía:

--Nos tenemos que ir Antonia, (4) no hay más remedio. De lo contrario van a presentar la denuncia que golpeé al burgués chupa-sangre, dueño de la casa y eso me puede perjudicar. Así que en una semana nos cambiaremos.

--Justo ahora que empezaban a andar bien las cosas –reflexionó mamá.

--Mejor –contestó mi padre—alquilaremos algo más barato y compraremos un terrenito. Te prometí la casa. Esta racha hay que aprovecharla.

--Me voy a acostar. Te dejé algo caliente en la cocina –dijo mamá.

--Bueno, gracias… Así que ya sabés… la casa propia.

--Y que sea de tejas –le sonrió ella mientras se retiraba.

Llevamos las cosas del mate y los elementos de limpieza. Papá encendió el fuego en el medio del lote acercándole los cardos y pastos secos. Con nosotros estaba el amigo de papá, el inolvidable flaco Elías Castelnuevo. Cuando él venía a visitarnos todos nos poníamos contentos. Elías tenía la virtud de transmitir ánimo. Nos hacía tanto bien su compañía que yo lo quería realmente. Nos contaba pasajes de su vida con tanto realismo que nos apasionaba. Lo admiraba por su personalidad y su bondad.

--Che Ricardo: ¿cuándo lo alambrás? –dijo—así no podrás sembrar nada. Hay muchos animales sueltos… Con dos tiras será suficiente.

--Vení el domingo –contestó mi padre—conseguiré los postes y el alambre.

Tenía tres años y estaba sentado debajo del paraíso, con un calor sofocante cuando vi pasar aviones que volaban continuamente desde el Club Castelar(5) pasando por casa muy bajito para aterrizar.

De pronto vi por primera vez como se abría un paracaídas y descendía lentamente. Así nació mi primera aventura. Empecé a caminar como hipnotizado por aquel hombre que descendía del cielo flotando.

Ituzaingó era tranquilo y a esa hora todo el mundo hacía la siesta. Así que caminé, caminé y alcancé a ver que se perdía detrás de unos eucaliptos. Yo los seguí hasta que divisé un gran número de personas y pude ver los aviones en tierra que brillaban azules y plateados. Me asustó el descenso de uno de ellos por encima de mi cabeza.

Llegué al borde del campo de aterrizaje, atraído y excitado con una rara sensación de soledad mezclada con la firme voluntad de llegar hasta los aparatos. Por momentos me perdía entre los matorrales pero me guiaba el escape de los motores. De pronto descubrí un mundo poblado por impresionantes, misteriosas y refulgentes máquinas. Era el mundo aeronáutico.

Así perdí toda relación de tiempo y distancia. Entre la gente busqué inútilmente a mamá y empecé a angustiarme. La fiesta terminó y todos comenzaron a retirarse lentamente. Junto con el atardecer quedé solo.

Pronto mi soledad llamó la atención. Uno tras otro se fueron acercando y me rodearon. Todos me preguntaban casi al mismo tiempo mientras yo, en silencio hacía esfuerzos para no llorar. Al fin una mujer me alzó en sus brazos y entonces rompí a llorar desconsoladamente.

Un repartidor de pan me observó con interés y finalmente aseguró:

--Este pibe es de Ituzaingó.

En un coche con capota baja me trasladaron hasta la subcomisaría de Ituzaingó. El oficial me miró detenidamente y confirmó:

--Sí, es éste. No hay muchos “colorados” por aquí.

Mamá entró precipitadamente. Estaba desencajada y lloraba desesperadamente. Me abrazó y besó repetidamente. No cesaba de tocarme y acariciarme mientras el oficial trataba de calmarla y demostrarle que yo no tenía nada. Aún seguía llorando cuando llegamos a casa.


(4) Antonia Tapias, actriz de teatro.

(5) Club de Aviación Civil de Castelar, que bordeaba la calle Santa Rosa.

 





CAPÍTULO III
MI PRIMER ÁRBOL


Don Elías Castelnuovo retiró las brasas y apoyó la pava mientras el asado se cocinaba lentamente en medio de nuestro lote.

Por la mañana Elías, sumamente prolijo, me enseñó a plantar un árbol recomendándome:

--Hay que remover bien la tierra para que tome sol. El pozo grande así, permite trabajar bien a la raíz.

Colocó el tronco del árbol en el centro del pozo y yo corrí la tierra.

--No le eches tanta agua –me recomendó mamá en cuanto vio que estaba inundando al pequeño árbol.

Fue un día fundamental para mi vida. Papá inició la construcción de nuestra casa. Don Julio, un albañil italiano buenazo hundía repetidamente la pala en la tierra canalizando la base de los cimientos mientras papá, don Elías y un vecino ayudaban.

Allan, el hijo de Castelnuovo y yo tratábamos de ayudar entorpeciendo tanto las tareas que nos retiraron con unos buenos chirlos en la cola.

Todos los días nuestra casa crecía un poco. Y yo también.

Aunque no alcanzaba el asiento igual aprendí a andar en la bicicleta que le sacaba a don Julio. Cuando me agarraba me decía:

--¡Demonio! Dejá la máquina quieta. “Maledeto”, “in” castigo júntame los “cuartirone” que hay en la obra –e inmediatamente ordenaba a su ayudante:

--“Anyulín”, mezcla… Cristo… mezcla. “¿Come?, otra vez leyendo?... siempre leyendo. Si todos leen, quién “labura” ¿eh?... Solo el pobre don “Yulio” –y lo apuraba-- ¡Vamos “Anyulín”, movete, Cristo!”

Trabajando duro y haciéndose bastante mala sangre nuestro querido albañil terminó a duras penas la casa. A partir de este momento don “Yulio” era un pariente más. Cada vez que venía a cobrar lo invitábamos a comer. En cuanto se sentaba a la mesa yo corría a sacarle la bicicleta.

El ciruelo se cubrió de flores blancas y miles de abejas rodeaban a los frutales. Era primavera y ya vivíamos en casa. Un improvisado aljibe reemplazaba la bomba. Pobre mamá, tenía problemas para lavar la ropa porque el jabón cortaba el agua. Pero no podíamos hacer la perforación. Papá había quedado endeudado y hacíamos malabares para comer. Menos mal que los domingos venía el tío Antonio y nos llevaba al centro del pueblo donde estaban los negocios y nos compraba de todo. Una vez en su afán de ayudarnos nos hizo rapar la cabeza a los tres. Cuando volvimos al vernos así, mamá lloró un rato largo. El tío solo repetía:

--Ahora están más lindos con el pelito corto –parecíamos tres huérfanos.

Ya era capaz de moverme solo en el pueblo. Por esa época corría el tranvía entre la estación Ituzaingó y Villa Ariza. (6) En la curva donde don Juan, el conductor, aceitaba las vías nosotros aprovechábamos para colarnos. El tranvía había sido a caballo pero ahora lucía un motor del Ford “a bigotes”. En la estación el conductor lo giraba sobre un plato dejándolo otra vez en posición de partir hacia Villa Ariza. Fue una característica del pueblo. Teníamos un tranvía muy original.

--¡Mario! ¿Dónde están las morcillas que te encargué junto con el puchero?

Con un gesto le indiqué que no había. Entonces ella dijo fastidiada:

--Siempre me decías que no hay. Realmente ¿sabés cómo son las morcillas?

Reconocí con la cabeza que no sabía. Entonces ella me aclaró:

--Son como los chorizos pero negros ¿entendés?

Una semana después entré a la carnicería de Airola, como nunca repleta de gente. Y allí vi a los chorizos negros, colgados de un gancho de alambre. Sin poder contenerme exclamé en voz alta:

--¡Por fin hay chorizos negros!

Todos se dieron vuelta y echaron a reír. Por años soporté que me “cargaran” con: “Allá va chorizos negros”.

En el pueblo también teníamos los campeones del equívoco. Los Bértora.(7) Abuelo, padre e hijo no acertaban una. Mezclaban los refranes con tanta naturalidad que había que estar atento para comprenderlos.

Festejábamos dl día de la Independencia y la cancha de fútbol(8) estaba repleta, se jugaba un partido importante. Entre los festejos programados no faltaron las pruebas de acrobacia aérea.

Cuando el avión descendió en picada dando giros continuamente nuestro inefable vecino Bértora, se levantó en alto y gritó:

--¡Miren qué prueba!... ¡Qué prueba! … ¿Cómo se llama?

Nadie contestó esperando la palabra del Rey de los Equívocos. Bértora insistió buscándonos con la mirada:

--¿Cómo se llama? … ¿Cómo se llama? … Lo tengo en la punta de la lengua.

El avión salió tronando hacia arriba cuando dio con la palabra para describir la prueba y eufórico la gritó:

--¡Un sacacorchos!... ¡Un sacacorchos!

Como todos lo mirábamos aguantando la risa, agregó muy bajito:

--No… no… un tirabuzón… eso quise decir… un tirabuzón… 

Y se mezcló entre el público.


(6) Barrio situado dos kilómetros al norte del centro comercial.

(7) Propietario de una empresa de carros de mudanzas integrada por dieciocho familiares.

(8) Cancha de fútbol utilizada por el Club Atlético Ituzaingó que ocupaba el predio de la plaza norte frente a la Iglesia San Judas Tadeo.

CAPÍTULO IV
EL MÉDICO GAUCHO


Era mi primer día de clase y estaba todo almidonado, con corbata, pizarra y tiza.

Mi hermana Margot me tomó de la mano dispuesta a salir. Mamá nos besó y recomendó:

--A portarse bien. Cuidalo vos que sos la más grande Margot me apretó suavemente y mientras entrábamos me susurró:

--No te asustes.

La escuela 6 despertó mi deseo de conocer otras tierras, de viajar. La maestra me transportaba a otras latitudes y yo quería saber más.

Estábamos sobre aviso porque la radio había informado pero persistían los temores. Amaneció con un cielo oscuro y una persistente llovizna de un polvo fino y áspero, como piedra pómez pulverizada y cuya cortina cubrió todo Ituzaingó.(9) El polvo atentó a los animales y dañó a la quinta.

Durante una semana juntamos todo el polvo que pudimos. Durante mucho tiempo mamá lo usó para lavar los platos.

Cincuenta años después me emocioné cuando en el Museo de Ituzaingó descubrí un frasquito de vidrio con cenizas que un vecino había recogido.(10)

Por fin íbamos a comprar la dichosa bomba elegida por mi padre. Era mucho más alta que yo y me parecía que el artefacto me miraba socarronamente.

El empleado le sugirió la compra adicional de un motor eléctrico para el accionamiento de la bomba. Papá me miró y sonriente dijo:

--Por ahora el motor será éste –y me puso la mano sobre la cabeza.

Ambos se rieron y yo también sin saber mi porvenir con aquel estrafalario artefacto. Junto con unos caños la llevamos en el tren.

Una semana después papá me informó que mi nueva obligación sería “Jefe de riego”. Así que contra mi voluntad, todas las tardes la máquina y yo regábamos la quinta.

El doctor Gelpi(11) puso su mano en mi frente y confirmó la fiebre. Abrió el maletín, sacó el termómetro, lo colocó debajo de mi brazo al tiempo que preguntaba:

--¿Qué comió?

--Lo de siempre –contestó mamá.

Entonces se dirigió a mi y sin rodeos me apuró:

--Decime la verdad… ¿Estuviste comiendo frutas verdes no? Ayer te vi por el Monte Delfino(12) junto con otros chicos que están enfermos como vos.

No tenía alternativa, así que confesé:

--Sí… pero muy pocas.

--Yo te mato –alcanzó a decir mi padre--. Me vas a volver loca –y dirigiéndose al médico—Se lo pregunté y recién ahora lo dice.

El doctor Gelpi escribió la receta y se la entregó a mamá.

--Con esto le bajará la fiebre. Cualquier cosa me llama, pero no va a ser necesario.

--Doctor, ahora no le puedo pagar.

--¡Pör favor! No hablemos de eso… Cuando pueda…  más adelante. Chau.

Bajo la lluvia Gelpi subió a su Ford convertible gris, conocedor de los barriales partió lentamente, siguiendo los huellones del camino.

En cuanto se hubo ido el médico, mamá encendió el farol a kerosene por temor a que el temporal nos dejara sin luz eléctrica.

Mientras me arropaba me dijo:

--Tu padre se va a mojar hasta el alma –y dirigiéndose a mi hermana le recomendó—Cuidá a tu hermano. Voy a la estación y enseguida vuelvo.

Con un paraguas y una capa se internó en el temporal.

Hoy pude levantarme. Una semana duró la lluvia con las calles cubiertas de agua. Los chicos improvisaron embarcaciones con los fuentones de lavar la ropa y dentro de ellos se trasladaban de un lugar a otro.

Me encantó la idea tanto como le disgustó a mamá:

--¡Ni colo Mario! No salís de aquí, ni loco ¿entendés? –y repetía-- ¿vos querés que yo me muera? ¿No podés portarte bien? ¿No podés jugar adentro con el Mecano que te trajo tu padre, aquí calentito?... ¡No! Tenés que ir con la lluvia y el frío… mirá a tus hermanos… ¿No podés ser como ellos? –Después de todo eso, cómo iba a salir.


(9) Cenizas provenientes del volcán “El descabezado” que hizo erupción en Chile en 1932.

(10) Cenizas recogidas en Ituzaingó y donadas por el vecino Luis Rodríguez Soto (1996).

(11) Idélico Gelpi.

(12) Situado a 1 km. al este de la estación Ituzaingó, bordeaba la Av. Rivadavia en la jurisdicción de Castelar.

 





CAPÍTULO V
LA AVENTURA DEL CAMPANARIO


Mi tía se había vuelto a casar en Chivilcoy(13). Vino con su esposo, el nuevo tío Raúl y su hermano Boris. Se quedaron una semana. De entrada nomás me resultaron simpáticos.

Un día con ellos y mi padre fuimos a pescar al río.

Si yo tuviera que elegir un día para comenzar a relatar mi vida, sin duda elegiría este, el día que conocí al Río de las Conchas.(14)

Salimos tempranito y fuimos caminando. Mi tío llevaba preparadas las cañas que había preparado el día anterior. Como yo le había cebado mate me sentía colaborador. Además habíamos juntado las lombrices.

El camino de tierra dejó al pueblo casi inmediatamente. Cruzamos un campo y llegamos a una calle anchísima.

--Esta es Gaona. Estamos cerca, advirtió mi padre. La tierra está colorada.

De pronto una gran bajada y un puente de madera.

¡Qué hermoso lugar era Puente Márquez! Con un río cristalino surgente donde tomamos el agua pura y fresca de una vertiente con nuestras manos.

Pusimos las cosas debajo de un sauce mientras Raúl tiraba las líneas.

--Tomá. Aguantate esta –emocionado y nervioso agarré la caña fuertemente.

Al rato se hundió el corcho. Fue tal el grito que pegué que por un rato se cortó el pique.

De pronto el corcho se volvió a hundir. Entonces Raúl tomó la caña y acompañando el pique enganchó una boga mediana.

--¡La pesqué!... ¡la pesqué! –grité alborozado corriendo y saltando de un lado al otro sin saber qué hacer.

Ellos se reían mientras el pescado se agitaba dentro de la bolsa que Boris había colocado en el agua.

--Muy bien, muy bien –aplaudió Boris y agregó—Ahora andá a juntar leña, pero por aquí. No te alejés.

Orgulloso e importante fui a cumplir la misión sin imaginar que parte de mi vida transcurriría en este río que me recibió con el premio de la boga pescada.

En el pueblo nos conocíamos todos. Así que muchos ya nos identificaban como “Colorado”, “Francés”, “Jettatore” y “Can fallecido”.

Frente a la plaza se encontraban la iglesia, la escuela, la subcomisaría, la sala de primeros auxilios y la sociedad de fomento.

La iglesia fue durante muchos años el edificio más importante del pueblo. Toda su estructura era de cemento.

Habían terminado una de las torres de la Iglesia San Judas Tadeo cuando el “Francés”, “Jettatore”, “Can fallecido” y yo decidimos subir por la escalera, aún sin barandas hasta la parte más alta.(15)

Fue impresionante escalar todo aquello y sin protección. Nunca habíamos subido tan alto en nuestras vidas.

Después de una serie de descansos y con los nervios gastados llegamos a la cúspide donde se instalaría el campanario.

Recién se ocultaba el sol y desde lo alto pudimos observar el pueblo en toda su magnitud. ¡El espectáculo era fabuloso! Nuestra visión llegaba hasta Puente Márquez. Veíamos los techos de chapas de zinc de la subcomisaría justo al lado. Hasta el anochecer observamos el paisaje.

Ya estábamos dispuestos a bajar cuando advertimos canto rodado y cascotes de la construcción a nuestra disposición mientras allá abajo, invitadores, se encontraban los techos de la subcomisaría que lucía con su clásica iluminación eléctrica y a simple tiro de brazo.

Nos empujó la tentación, porque la ubicación era insuperable. Fue más fuerte que nosotros. Entonces no resistimos y le descargamos con éxito una andanada de cascotes. El ruido fue infernal. Luego el silencio. Lentamente fuimos elevando nuestras cabezas para observar el resultado.

--Éxito total –exclamó “Can fallecido”.

Abajo el desconcierto en aumento. Varios agentes semivestidos con algunos presos que habían abandonado apresuradamente la única celda, estaban en la calle. Se les habían unido los vecinos, mientras los policías en bicicleta buscaban a los culpables en las manzanas linderas. Aquello era un hormiguero de gente. Nos acurrucamos quietitos, casi sin respirar, junto al campanario y esperamos.

Después de la medianoche bajamos sigilosamente. Estábamos en el final cuando los potentes brazos del oficial “Cartucho” junto con el sargento “Pocas Plumas” nos cerraron el paso.

--Sonamos –dijimos al mismo tiempo el “Francés” y yo.

Media hora después estábamos llenando el tanque de agua de la subcomisaría y así durante una semana, uno por día.


(13) Población de la provincia de Buenos Aires.

(14) Río de las Conchas, actual Río Reconquista.

(15) “Colorado”: Mario Passano, “Francés”: Alberto Goyaud, “Jettatore”: Angel Ventura Bagnacedri, “Can fallecido”, Jorge Espinel.

 





CAPÍTULO VI
“POCAS PLUMAS”


Hacía rato que habíamos pagado nuestra deuda con la autoridad cuando nuevamente nos citaron y esta vez sin haber hecho nada.

Esperábamos sentados debajo de la higuera detrás del tanque de agua cuando apareció “Pocas Plumas” y haciéndose el comisario ordenó:

--¡Ajá!... Ustedes tres un paso al frente –y dirigiéndose a mi dijo—A ver vos che “Colorao”, seguime. Nos miramos entre nosotros con inquietud y resignación.

“Pocas Plumas” y yo entramos en la cocina. Enseguida me ordenó:

--Prepará el mate y sentate.

Mientras lo hacía él empezó.

--Mirá che, las cosas no andan bien por acá. Pero no te asustés. Ustedes tres me van a tener que llenar el tanque de agua –y a modo de justificativo agregó—El comisario se puso pesado. Dice que no procedemos con los delincuentes… ¡Pero es que todo anda bien, che! ¿Qué podemos hacer? –y concluyó—Así que me van a llenar el tanque a cuenta de futuros delitos ¿Está claro? Traté de disuadirlo:

--Pero “Pocas Plumas”… no alcancé a terminar cuando me cortó violentamente.

--¿Ve? Ya se está desacatando. Te conviene hacer lo que te digo. ¿Entendiste? Con una hora cada uno lo llenan y se van… No me saquen de mis casillas. Ya saben que tengo “Pocas Plumas”… “Pocas Plumas”. Tomate unos mates y andá nomás.

“Pocas Plumas”, flaquito, bajo, nervioso, prepotente, era un personaje de sainete cuyas manos se movían continuamente. El apodo le venía de lejos, de cuando era ladrón de gallinas. En realidad se lo conocía como el “Pollero”. En una oportunidad vendió las gallinas que había robado la noche anterior al mismo dueño. A veces cambiaba de técnica con un estilo que desconcertaba: robaba lo que había vendido recientemente. Las gallinas del pueblo lo veían y lo seguían porque pasaban más tiempo con él que con sus dueños.

Fue tantas veces acusado, tantas veces estuvo preso, que un día el comisario le propuso que llenara la solicitud de ingreso y así se hizo agente. Durante muchos años fue autoridad en el pueblo donde llegó a sargento. Su frase más conocida era:

--¡Respete a la autoridá! No me desacate.

Nunca conocí su nombre verdadero. Para todos era “Pocas Plumas” y para mi la pesadilla de mis primeros años.(16)

Así era mi pueblo, así era Ituzaingó.

Pasaban los días y no podíamos terminar con el arresto. Esto se estaba poniendo monótono, teníamos que hacer algo y pronto.

Por fin la ocasión se dio cuando el comisario nos vio bombear. Nos pusimos de acuerdo entre el “Francés”, “Jeattatore”, “Can fallecido” y yo. Entonces hicimos como que trabajábamos fatigados y tosiendo constantemente. Inmediatamente lo levantó en peso a “Pocas Plumas” que se vio obligado a cancelar el acuerdo.


(16) Giovanni Difeo. Su madre fue lavandera del doctor Roldán Vergés, razón por la cual el médico influyó ante el comisario para su incorporación.


CAPÍTULO VII
CHICOS Y POLICÍAS


Las ruedas del Ford, con sus rayos de madera esperaban el regreso del gordo Cassir. Sabíamos que teníamos tiempo porque el gordo era muy romántico y muy “fanfa”. En esos momentos se encontraba en el corredor de la casa del albañil Zanotti, muy acaramelado con la hija.(17)

El padre era un tano cerrado y trabajador que siempre protestaba contra los conservadores.

--¿Qué me han dado los conservadores? –repetía-- ¿Eh… qué me han dado?... De constructor albañil a media cuchara… Eso es lo que me han dado?

El “Francés” tomó una cadena, le dio varias veces vuelta a un poste de luz y la amarró fuertemente a los rayos de madera de la rueda del auto. Los tres nos escondimos en la copa de una planta de mandarinas.

Al cabo de un rato salió el gordo con su novia, muy mariposón. Le dio un beso de despedida, se dirigió al “Fortacho”, le dio dos manijazos, subió y haciéndose el intrépido pegó una acelerada tan grande que el auto trepidó, se sacudió, dio un salto y fue a parar unos metros más adelante ya sin el eje trasero. Fue un desastre.

--¡Se mató!... Se mató –gritaba la novia mientras el padre y los vecinos asustados por el ruido tremendo aparecían por todos lados.

Ante esa situación no nos animábamos a bajar del mandarino. No habíamos calculado que sería así. El gordo salió del auto blanco del susto.

Aparecieron los policías “Pocas Plumas” y “Cartucho” que ya habían deducido los probables autores de semejante travesura e interrogaban a todos.

--¡Ajá!... ¡ajá!... estos chicos son muy traviesos… Mire lo que han hecho… una barbaridad… --y dirigiéndose al gordo le preguntó-- ¿usted tiene algo roto?

--¡Sí! El auto ¿no ve como quedó? –le contestó furibundo.

--Ajá –respondió moviendo afirmativamente la cabeza --¡ajá!

El negro “Cartucho” con su olfato ya nos tenía suspendidos por las espaldas. Con su altura nuestros pies no llegaban al suelo.

Todos, chicos, novios y vecinos fuimos a parar a la subcomisaría.

Al rato llegó el padre del “Francés”, el periodista Raúl Goyaud, respetado y estimado por sus obras en favor del pueblo. Durante largo rato habló con el oficial y con el gordo Cassir haciéndose cargo del desastre. El albañil Zanotti protestaba continuamente por lo que el oficial le pidió en varias oportunidades que se callara.

Ya molesto lo amenazó:

--O se calla o lo arresto.

Pero como aún así continuaba protestando, el policía lo encaró:

--Le está hablando un oficial. ¡Cállese!

El viejo Zanotti lo miró severamente, se le puso enfrente e imitando la posición del policía replicó con energía:

--Io también sono oficiale.

--¿Qué clase de oficial?

--¿Cómo qué clase de oficiale? … Oficiale albañile –y nos miró a todos para que lo confirmáramos.

“Pocas Plumas” había incorporado al equipo castigado a “Chirola Gastada”, presumiéndolo partícipe infaltable. Menos mal que se olvidó de “Jettatore”. Eran las cuatro de la mañana y seguíamos bombeando. Nos parecía que el tanque estaba agujereado porque no se llenaba nunca. Al primero que largaron a la mañana fue al “Francés”. “Chirola Gastada” y yo todavía tuvimos que baldear el patio.

Chirola, alto, flaco, raquítico, tenía el encanto natural del que siendo realmente pobre gozaba del cariño de todos los vecinos. No pasaba un día sin que alguien le dijera:

--Che, mi vieja te guardó una camiseta de mi hermano… La pensaba tirar y se acordó de vos… También tenés unos timbos… Todavía están nuevos… pero me parece que te van a quedar grandes.

--No importa. Agrando el pie o achico el zapato. No estoy en condiciones de rechazar nada –y con una filosofía aprendida en la calle agregaba--: El destino me negó el dinero pero la naturaleza me dotó de un cuerpo elástico que se adapta a cualquier talle y medida.

En realidad “Chirola Gastada” tenía el encanto y la simpatía necesarias para llevar un muestrario de ropa que en invierno cubría con un perramus que le llegaba hasta sus pies.

Con una risa permanente en su boca, en la que faltaban los dientes delanteros, un cabello rebelde que cubría unos ojos claros y saltones, la nariz hinchada por continuos resfriados, que transformaban su respiración en canto sonoro, lucía una misma bufanda a rayas con la que se había encariñado y que llevaba enroscada al cuello que llamaba la víbora porque cuando se la sacaba, donde la dejara se enroscaba nuevamente.

Nosotros le decíamos “Chirola” pero en realidad era “Chirola Gastada” porque repetía invariablemente: “A esta Chirola la tengo gastada de tanto ganar”. Nunca supe su nombre verdadero aunque durante mi juventud lo tuve a mi lado.

Un día desapareció y corrió el rumor de que estaba preso por robar motobombeadores. Un diario publicó la nómina de los ladrones pero yo no conocía su apellido y no figuraba como “Chirola Gastada”. Desde aquel día no volvimos a verlo, ni supimos más de él.

--¡Ajá! A ustedes parece que no los vienen a buscar –dijo “Pocas Plumas”.

“Chirola Gastada” se animó y le contestó: ¿Sabe lo que pasa don? Mi vieja dice que respira cuando estoy aquí. Que es el lugar más seguro para mi.

--Yo te voy a dar hacerte el gracioso… ¡Haceme mate! Y bien cebao. A ver vos “Colorado”, terminá con el lampazo que te está esperando el tanque –y agregó como hablando consigo mismo—Se van a dir de acá bien mansitos. Conmigo no se juega. Ya saben que tengo “Pocas Plumas”… “Pocas Plumas”.

Por la tarde el “Francés” volvió con una torta que había hecho la madre. Sentados en la cocina la compartimos con los agentes.

Recién después que comió bien “Pocas Plumas” nos autorizó a irnos. Prometimos volver antes que regresara el comisario porque él autorizaba legalmente la salida.


(17) Jacinto Cassir cuyo padre era propietario de un taxi.


CAPÍTULO VIII
LOS AVENTUREROS DEL MONTE DELFINO

La noche estaba un poco tormentosa y nosotros reunidos en la galería escuchábamos a “Chirola Gastada” que compungido nos contaba con su voz gruesa la paliza que le había propinado nuestro común enemigo el viejo “Hormiga” cuando lo encontró dentro de su casa en misión de rescatar la pelota. Pelota que caía en lo del viejo, si no la devolvía la hija, era pelota perdida.

El potrero daba a la parte de atrás de la quinta donde el viejo con mucho cariño había plantado tomates protegidos con un enrejado de cañas.

Cada vez que la pelota caía allí era una tragedia porque el tano para hacernos sufrir la dejaba a la vista con la custodia del perro suelto, por lo que era imposible retirarla.

Como el viejo era muy supersticioso, se me ocurrió un plan: nosotros con un ardid nos encargaríamos de sacarle el perro y “Chirola Gastada” de rescatarla.

Fuimos por el frente y con muchas precauciones pasamos por encima de los cables de luz un hilo negro que atamos al llamador de bronce de la puerta. El otro extremo del hilo lo llevamos hasta el baldío de enfrente. Con mucha prudencia tiramos tres veces. La llamada lo hizo salir, como no vio a nadie protestó un poco y entró nuevamente.

Repetimos la operación y esta vez se presentó más rápidamente acompañado del perro. Entonces volví a tirar del hilo, se escuchó el toc-toc del llamador. Al ver que esté se movía como por encantamiento salió corriendo junto con el perro, mientras “Chirola” retiraba la pelota de la difícil situación.

Después de haber jugado un partido, estábamos descansando sobre el pasto bajo las copas de los árboles, cuando se nos ocurrió ir a comer ciruelas en “El Castillo” de Los Portugueses en el monte Delfino.

Pasamos el “Chino”, “Chirola”, yo, el “Zorro”, pero “Can fallecido” y “Chiquilín” se quedaron de campana.(18)

El chalet principal de la quinta al que llamaban “El Castillo” estaba  a la vista. Los ciruelos también. Nos deslizamos lentamente. Todo estaba tranquilo. Ya habíamos entrado otras veces. Cerré bien la blusa y apreté a fondo el cinturón preparando un depósito donde cargar las ciruelas. Los frutales estaban cada vez más cerca y “El Castillo” también.

El “Chino” de un salto se perdió en la copa de uno de los ciruelos. “Chirola” lo siguió. Agitaron las ramas cargadas y las ciruelas cayeron como lluvia. Estaba juntando precipitadamente la fruta caída cuando frente a mi vi la conocida bota de “El Portugués”. Levanté la vista. El fornido quintero había tomado al “Chino” por las piernas que inútil y desesperadamente trataba de zafarse. Salté el muro de la caballeriza gritando:

--Rajemos. El “Portugués” se avivó.

El “Zorro” y “Chirola” también alcanzaron a salir pero el pobre “Chino” había sido atrapado. Al atardecer aún no había salido. Los Portugueses no eran hombres de andar molestando a la policía, arreglaban las cosas a su manera.

Se hizo la noche, como no venía, decidimos con el “Zorro” entrar, así que saltamos el muro. Nos extrañó encontrar a los perros atados. Era raro. Nos acercamos a la caballeriza. De pronto descubrimos al “Chino” allí, atado a un árbol como un matambre. Nos dispusimos a liberarlo arrastrándonos hasta el árbol. Cuando faltaban dos metros se puso a gritar como loco.

--Aquí están!... ¡Aquí están! … ¡Fueron ellos!

Ya dos robustos portugueses nos tenían atados al árbol como matambre a nosotros también.

Se dirigieron al “Chino” y al tiempo que lo soltaban, le decían:

--No te queremos ver más por acá. La próxima vez no te tendremos tanta contemplación. Mandate a mudar con el pico bien cerrado. –Señalándonos nos dijo—Ustedes hasta mañana allí castigados. Con eso tendrán bastante. Y se alejaron dejándonos atados al árbol.


(18) El “Zorro”, Ignacio Zorrilla; “Chiquilín”, uno de los hijos del herrero.

 


CAPÍTULO IX
REYES MAGOS EN LA MANSIÓN SERÉ


Ituzaingó crecía. Nosotros también.  En un clima de pueblo, lleno de porvenir y de vida con Rivadavia como única calle pavimentada. El Ituzaingó de los famosos partidos del Club Atlético en la cancha de fútbol que más tarde se convertiría en la estupenda plaza norte y que aún mantenía las vías de aquel tranvía que conducía el viejo don Juan Pergolessi, las palmeras con sus dátiles, paraísos, aromos, el café de Bagnacedri atendido por el pelado Humberto, al lado de la peluquería de Carabona, el corralón de Massé, la herrería de Poratti, la carnicería de Airola, la zinguería del viejo Branda, el almacén de Melano enfrente de la estación, la panadería “La Estrella”, la zapatería de Cimmarusti, la heladería de Bergecio.(19)

“Chirola” y “Can fallecido” ya estaban. Un mundo de gente rodeaba el primer castillo de los tres que tenía Seré sobre Santa Rosa, pasando la primer barrera.(20)

Como todos los años en el día de Reyes, los Seré repartían juguetes que eran de primera calidad entre todos los niños del pueblo.

Era una larga fila que avanzaba lentamente entre el nerviosismo de los que esperábamos sin saber lo que nos iba a tocar.

Con “Chirola” y “Chiquilín” solíamos hacer doblete. Nos volvíamos a meter en la cola para recibir por segunda vez. Pero este año no fue así porque se habían organizado. En cuanto me entregaron el juguete me hicieron una cruz sobre la frente con un lápiz de labios.

Fue inútil tratar de limpiarlo. Aquella mancha duró dos o tres días. Esta gente era buena pero no estúpida. No tenían lo que tenían porque sí. Igual me conformé. El regalo era importante. Un par de patines. Estaba enloquecido de contento.

Ahora bien ¿dónde iría a patinar? No lo sabía. Todos los pisos que conocía, incluso los de mi casa eran de ladrillo y sólo la galería tenía mosaicos. Los habían colocado recientemente por lo que allí estaba vedado. Ni loco de pensarlo. En la calle Rivadavia era muy peligroso. Así que tenía que encontrar un lugar.

Esa noche dormí con los patines puestos. En la mañana no aguanté más y comencé a patinar sobre la tierra con cómicas contorsiones hasta lograr el equilibrio.


(19) Juan Pergolessi fue el último conductor del tranvía Ituzaingó-Villa Ariza.

(20) Mansión Seré sobre la calle Blas Parera, próxima a Rivadavia.

CAPÍTULO X
PATA E CATRE

Fue durante el año que recibí los patines cuando una manga de langostas cubrió el cielo de Ituzaingó. Fue impresionante. Era la primera vez que la veía, millones y millones de langostas que cubrieron el pueblo comiéndose todo lo verde que encontraban a su paso.

En el momento de la irrupción el Club Atlético estaba jugando un partido de fútbol contra Los Indios de Moreno por la final de la zona. Lo único verde que se salvó fueron las camisetas de nuestro club.

La manga tardó dos semanas en pasar y nuestra quinta quedó arrasada a pesar de que mis hermanos y yo luchamos por espantarlas golpeando latas y palos con ramas. Pero fue inútil. Nos comieron todo.

El pueblo parecía otro, todo había cambiado. ¡Qué desastre!

Después tuvimos un enorme trabajo limpiando las cañerías y canaletas de los techos.

“Changarelli”, más conocido por nosotros como “Pata e catre” nos mandó llamar. El pobre Pata no podía subir al techo y su hijo “Patita” era aun muy pequeño. La talabartería estaba cerca así que el “Zorro” y yo fuimos en seguida. Desconectamos una cañería de bajada que estaba taponada y en medio día dejamos todo el sistema de descarga pluvial en condiciones.

Pata había preparado un puchero de gallina y nos invitó a comer. Nos sentamos los cuatro y pronto la cacerola quedó vacía.

Pata e catre el talabartero, había sido hombre de a caballo y domador. Se hirió gravemente en una rodada y debido a una mala curación perdió una pierna. Ahora Pata e catre se desplazaba gracias a un invento suyo, una pierna ortopédica que él mismo había construido. Fue tal el éxito de ese invento que fabricó y vendió varias.

Después de que dimos cuenta del puchero Pata e catre se incorporó y el bisagraje, como llamaba a la articulación, marcaba el ritmo característico de su andar con un clac-clac-clac. Movía con precisión la pierna ortopédica. A veces su mano se apoyaba en la estructura metálica superior para maniobrar con mayor seguridad. Cuando se sentaba, aflojaba un seguro y disimuladamente la palmeaba para correrla al lado de la otra.

Pero hubo una que construyó especialmente para que el pocero Tornador pudiera realizar su trabajo dentro del pozo con mayor comodidad. El pocero le aflojaba las tuercas y cuando llegaba al fondo del pozo le quitaba la parte de apoyo quedándose con media pierna.

Tornador  era un pocero confiable. Parte de su fama se debía a un cartel que lucía en su casa con la leyenda:

“POCERO

SE HACEN POZOS A DOMICILIO

TRATAR AQUÍ”

Un día comenzaron a llegar equipos e instrumentos: teodolitos, balizas y con ellos agrimensores e ingenieros. El pueblo se pobló de técnicos.

Nuestra barra de tanto estar con ellos llegó a pertenecer al equipo. Todas las tardes acompañábamos al ingeniero hasta San Antonio de Padua.(22)

Hasta allí clavaron infinidad de varillas de hierro. Más tarde aparecieron las máquinas viales que realizaron el trazado de las calles con sus cunetas y desagües… Ya no se estancaría más el agua de laguna Martínez. Ituzaingó comenzaba a crecer.


(21) Miguel Tronador.

(22) Población situada a 2,5 km. al oeste de Ituzaingó.




CAPÍTULO XI
EL “FRANCÉS”, UN AMIGO INOLVIDABLE

Nos habíamos escapado de nuestras casas, el “Zorro”, el “Francés” y yo.

El “Zorro” no era simplemente un negro grandote, era el amigo de siempre. Tenía una fuerte y auténtica personalidad. Se graduó en la facultad de la calle porque había aprendido a golpes. La honradez lo guió correctamente en su difícil camino. Nunca anduvo en la fácil, siempre trabajó desde que dejó el colegio, hasta que se fue. Estuve junto a él hasta su final.

--¡”Colorado”! ¿Qué le afanaste hoy a tu vieja? –Sin esperar respuesta tomó apresuradamente una cacerola y destapándola exclamó: --Mirá… Mirá… Papá, qué plato fuerte vamos a comer hoy.

--¡Ravioles!... Son de ayer, pero son ravioles…

--¿Y vos? ¿Qué le rapiñaste a tu vieja?

--Lo que hacía falta –contesté sobrador— ¡Mirá qué estofado!

Los lunes teníamos la mejor comida. Claro era lo que sobraba los domingos. Después de todo, el “Zorro” y yo ya nos sentíamos contentos.

En cambio el “Francés” estaba triste. No había traido nada. Solo se limitó a contar cómo había salido de su casa. Fue violento, el padre lo había expulsado del hogar.

--Si no es por la Gorda, me mata –comentó.

--Che Alberto, ¿qué vas a hacer ahora? –le pregunté inquieto.

--¿Qué querés que haga? Le tengo que dar tiempo a la vieja para que lo ablande. Esta noche está mansito. La Gorda es una fiera para el ablande.(23)

Alberto… más que amigo, era un regalo de la vida. En mi juventud Alberto era inquieto, travieso, rebelde, bondadoso, fiel, capaz e inteligente. La Gorda siempre dispuesta era su mamá, Celia. El que lo había rajado violentamente era su padre, Don Raúl, nosotros le decíamos el Periodista.

Don Raúl que había fundado en la zona un periódico muy conocido era muy apreciado porque defendía los intereses del pueblo y lo hacía progresar.

Hacía poco Alberto, el “Francés” me había salvado la vida. No lo sabía nadie porque lo habíamos mantenido en secreto.

Sentados en la ribera del Río de las Conchas, cerca de Las Catonas el Francés y yo completamente solos mirábamos correr el agua. No sabíamos nadar todavía.

Empujamos un tronco seco y nos montamos en él a modo de canoa. De pronto el tronco se dio vuelta pero no hicimos caso, total estaba bajito. El tronco avanzaba lentamente y nosotros con él. Llegó a la curva donde está el afluente Las Catonas, el tronco se alejó peligrosamente de la orilla. Allí es hondo. Ya no hacíamos pie, así que estuvimos un rato haciendo equilibrio hasta que el miedo nos venció.

El tronco empezó a girar y se alejó cada vez más rápidamente. No pude mantenerme a flote y desaparecí de la superficie. Comencé a hundirme lentamente... Aun recuerdo la sensación del cambio entre la vida y la muerte. Sobre la superficie el tronco continuaba alejándose hasta convertirse en una raya negra y finalmente, quedó el color opaco del agua revuelta… 

Me hundí irremediablemente, con una desesperación imposible de describir. Imágenes alucinantes me envolvieron en las que el tronco era mi propio cajón que flotaba alejándose y los álamos de la costa, velas encendidas. Pensé en mi madre, vestida de negro, mis hermanos… me estaba muriendo.

Sentí que una mano me aferraba fuertemente de los cabellos y que me hundía en un abismo profundo. Alberto me llevaba a la muerte. “Moriremos juntos”, pensé.

Algo me sacudía y me golpeaba insistentemente. Cuando abrí los ojos me volví y entonces lo vi. Alberto estaba encima de mi sacudiéndome y pegándome una y otra vez. Me dio vuelta y boca abajo arrojé el agua que había tragado. Comencé a reanimarme.

Alberto exhausto se tiró sobre el pasto, estaba cansado y acalambrado por el esfuerzo.

Lo miré agradecido y tosiendo le dije:

--Alberto, te debo la vida… ¿Qué nos pasó?

El no hablaba, respiraba con dificultad, estaba agotado.

Regresamos en silencio. De pronto me dijo:

--Mirá, nos salvamos por casualidad. Si el tronco se da vuelta medio metro más allá… chau… --Y agregó—Esto no lo debe saber nadie ¿entendés? Porque aparte de matarnos no nos dejarían venir más y el río es parte de nuestra vida. Así que esto es un secreto entre los dos.

Asentí con la cabeza. Aún estaba asustado.

Me miró nuevamente mientras decidido me propuso:

--Tenemos que aprender a nadar. Ahora más que nunca.

Quedamos en silencio hasta que lo rompió el mugido de una vaca que un toro contestó escandalosamente en aquel campo abierto junto al Río de las Conchas.

(23) Celia Tiscornia, esposa de Raúl Goyaud.



CAPÍTULO XII
LOS PATINES VOLADORES

--¡”Colorado”! ¡Volvé a la realidad! –gritó el “Zorro”—Zambullita de una vez. Así no vas a aprender más.

Me largué con todo. Al salir volvió a insistir:

--Te seguís dando vuelta. Poné el cuerpo más derecho y las piernas tensas, no las dejés flojas.

Se subió a la parte más alta del puente y desde allí describiendo un gran vuelo de paloma, entró en el agua como un alfiler, justo en el centro del río. Nadó hasta nosotros, empujó su cabello hacia atrás y con toda naturalidad nos dijo:

--¿Ven qué fácil es? Hay que insistir. No anden con tanta milonga. Salen y se zambullen, salen y al agua otra vez. Es la única manera de aprender. El agua y uno, una sola cosa ¿entendieron?

El “Francés” con su voz cavernosa le contestó:

--¡Sí!, profesor, te entendimos. Vení a tomar mate que el agua se enfría.

Llegamos hasta la esquina de Segunda Rivadavia y Camacuá, ya era bastante tarde.

--Esperen –dijo Alberto--. Voy a ver si la vieja lo ablandó. Si no vuelvo. Chau, hasta mañana.

Se encaminó hasta su casa. Esperamos un rato, como no volvía llegamos a la conclusión de que la Gorda había ablandado al Periodista.

El verano se alejaba lentamente despuntando el otoño.

Mientras patinábamos en la única calle asfaltada del pueblo, Alberto me entusiasmó con una de sus ideas locas.

--“Colorado”, tenemos que ir a Luján. Todo el mundo va caminando. Nosotros vamos a ir en patines. Estos patines son voladores. ¿Qué te parece? ¿Te animás?

Aún no amanecía y yo ya estaba en la calle. Sobre mi cama le había dejado un papel a mi mamá con mi explicación:

“Mamá: Me fui con Alberto a Luján en patines. A la tarde vuelvo. Que no se entere papá que no fui al colegio. Tu hijo Mario”.

En la esquina me esperaba Alberto. Nos calzamos las mochilas y aceitamos los patines voladores. El “Francés” llevaba colgada a su espalda una linterna. Partimos.

Amanecía cuando llegamos a Merlo. Todo iba bien. Al cruzar el río, antes de Moreno, paramos a descansar. La Ruta 7 estaba desierta. Aún no existía Paso del Rey, Moreno quedó atrás. El sol nos calentaba la espalda. Al llegar a General Rodríguez nos dimos cuenta que no eran tan fácil ir y volver. Ahora el camino era una recta interminable.

Hacía más de una hora que veíamos el famoso puente de Luján. Recién al mediodía pasamos debajo.

Cuando llegamos a la Basílica nos sacamos los botines que estaban abulonados a los patines y nos calzamos las zapatillas.  Caminamos un poco para no acalambrarnos y comimos sobriamente a orillas del Río Luján.

Rendidos como estábamos comprendimos que sería inútil intentar el regreso en patines. Así que trabamos amistad con una familia de Merlo que estaba pasando el día y enternecidos nos acercaron en su camión hasta Merlo. El resto fue fácil.

Caía la noche cuando entré a casa. En cuanto mamá me vio se puso a llorar pero no me retó. Mientras me acariciaba me habló pausadamente:

--¿Por qué no sos como los demás chicos? Vas a tener tiempo de hacer todas las cosas que querés. Ahora sos un chico. Portate bien como tus hermanos.

--Bueno, pero no sigas llorando. Desde hoy me portaré bien… Como vos decís. Pero no llores más.

--¿Cómo querés que no llore si tu padre leyó la carta que me dejaste sobre la cama. Sólo Dios sabe qué pasará cuando regrese –y mirándome apenada exclamó:-- ¿A quién salís así? ¡Dios mío! ¿A quién salís?

Tomé un café con leche y me metí en la cama. Cuando desperté me sentí entero. No sabía por qué pero me había salvado de la paliza.

--¿Mamá, dónde pusiste los patines?

--Yo no los tengo –y pausadamente agregó—Los tiene… tu padre.

Adiós patines voladores. En el balance hubiera preferido la paliza. El viejo empezaba a usar métodos más eficaces.

CAPÍTULO XIII
CAMPAMENTO EN EL RÍO LAS CONCHAS

Tenía doce años cuando mi padre me dijo.

--Arreglate. Te voy a llevar al centro. Vas a aprender a dibujar con mi amigo Mirabelli.

La oficina estaba en el piso catorce del pasaje Barolo en la Avenida de Mayo. Desde lo alto se alcanzaba a ver la costa uruguaya.

Debo haber rellenado por lo menos un millón de letras con tinta china pero en aquella oficina me asfixiaba, estaba pálido y había adelgazado.

Cambié de trabajo, sobre todo para zafarme de ir a la Capital porque realmente no me gustaba el Centro.

Mi padre no dijo nada. Eso sí tenía que seguir trabajando.

Un día se puso serio y fue terminante.

--Tu madre siempre paga los platos rotos. Así que esto lo vamos a arreglar entre vos y yo. O trabajás o te vas.

--¡Pobre vieja!... Me fui nomás.

En un camión llegué hasta Luján y de allí seguí en un tren de carga. Bien guardado tenía el papel con la dirección de mi tía. Decía: “Cruzando el cementerio hasta lo de Batallés”.

Enseguida vi al tío Raúl. No podía creer que hubiera venido solo.

--Vine a visitarlos. Después me voy –le dije.

--¡Amalia! Tenemos visita –gritó Raúl en dirección a la cocina.

Mi tía se asomó y luego de una pausa me reconoció:

--¡Marito! Qué grande estás –buscó inútilmente mi compañía.

--Este loco se vino solo –le aclaró el tío.

--¿Cómo? ¿Tus padres no saben nada?... ¿Qué has hecho criatura de Dios?...

--Raúl tenemos que avisarles. Deben estar preocupados.

--Quedate tranquila. Pronto sabrán que el demonio está aquí sano y salvo.

Mi tía no me sacaba las manos de la cara y repetía:

--¡Criatura… qué has hecho! … ¿Qué has hecho?

Para mi el viaje había sido tan natural que no podía comprender la preocupación de la tía.

Poco tiempo duró mi estadía. En el primer viaje que Boris, el hermano de Raúl hizo a la Capital me dejó en Ituzaingó.

Las dos primeras noches la pasé durmiendo en la pieza del “Francés”. Cuando su padre el Periodista se dio cuenta que tenía un inquilino, puso el grito en el cielo. Conclusión: Alberto y yo decidimos ir a vivir al río.

Con unas arpilleras y unas ramas pensamos construir una carpa, naturalmente muy precaria. Así que juntamos unas cuantas mantas y algunos enseres destartalados de la cocina de la Gorda y partimos. Armamos lo que llamamos carpa debajo del puente por simple lógica no cabía otra. La carpa no era impermeable. Finalmente todo quedó ordenado y nosotros satisfechos de la obra. Pero un detalle se nos había escapado. No teníamos qué comer. Inmediatamente salimos en procura de algo.

Fue rápido. Sabíamos que cerca de los gallineros, entre la maleza había nidos que ni los dueños conocían. Detrás del recreo de Jurado hallamos uno.

Con los cardos que juntamos y pan hicimos milanesas de cardos. Nos hartamos de tanto comer.

Mientras Alberto cebaba mate me puse a ordenar el campamento.

Durante tres días vivimos de la caza y la pesca, gozando del río en medio de la naturaleza, deslizándonos entre los juncos y buscando nidos entre la maleza.

Una mañana temprano estábamos tomando mate en la carpa cuando escuchamos que un vehículo se detenía sobre las tablas de madera del Puente Márquez.

Salimos a ver quién era. Dos hombres apoyados en la baranda, codo a codo nos observaban muy serios y con caras de pocos amigos: mi padre y el Periodista.

Desde arriba sólo dijeron: “junten todo y vámonos. Después hablaremos”.

CAPÍTULO XIV
LA TRAGEDIA DEL “FRANCÉS”

Conseguí algunos trabajos, pero en cada uno de ellos siempre duré poco: repartidor de pan, repartidor de leche, ayudante de carnicero, heladero. No había caso, no daba pie con bola. El único trabajo seguro que me permitía vivir aunque no cobraba nada era el de regador de quinta.

Cuando empezaron a asfaltar las calles del pueblo conseguí un trabajo que si bien no era seguro, ganaba lo suficiente para mis cosas: lavador de camiones y a veces los manejaba porque había que traer el cemento desde Haedo. Además, por juntar con la escoba el polvo que quedaba en las cajas de los camiones recibía una jugosa propina. Claro, quedaba como una estatua de color gris.

Ya tenía dieciséis años. Fue mi tío Domingo, con su taller en la casa de la abuela Catalina en Caballito, el que me daba trabajo cada vez que sufría altibajos. En esa casa se crió mi madre y allí nací. Aun recuerdo el patio, la higuera, la cocina de chapas, el taller del fondo, las poleas, el arrancador de continua, el balancín con su clásico trac-trac al mando de mi padrino Rodolfo, de boina, boquilla y alpargatas calzadas como chancletas, el torno que operaba el tío Domingo. Y más allá el parral, la puerta de calle, los dos paraísos, el adoquinado que retumbaba cuando pasaban las chatas hacia la calera, el puente de hierro del ferrocarril con la protección de alambre tejido.

--Vos tenés condiciones. Lo que te falta es disciplina. –El tío Domingo me miró y me dijo—Quiero saber si voy a contar con vos. Sí o no.

--Sí tío. ¿Dónde voy a estar mejor que acá? Solo me tiene que enseñar a trabajar como Usted.

Se rió bonachonamente mientras acomodaba las piezas que yo iba desparramando sobre la mesa.

Pasó el tiempo y me mantenía firme en el taller de Caballito.

Los lunes eran los días fatales para mi. Casi siempre llegaba tarde, a veces al filo del mediodía. En cuanto entraba mi padrino que solía llamarme “Sardena Polo” invariablemente me saludaba con un:

--¡Llegaste Sardena Polo! –y enseguida me preguntaba—Contame en qué bailongo anduviste anoche.

El se entusiasmaba con el tango. Escuchaba a Villoldo, Gardel. Conoció a Betinotti.

--¿Qué es lo que bailan ahora? Dan asco. Todo el mundo a los saltos como si el piso estuviese electrificado. ¡Qué juventud! ¡Qué manera de perder el tiempo! –y así seguía un largo rato. Luego, bajando el tono de voz, se ponía serio y me decía:

--¿Comiste?... Te guardé un bife y sopa. Andá, andá a comer que tenés una cara de hambre que das lástima.

Y volvía a su balancín con el trac-trac que acompañaba sus pensamientos.

Yo esperaba impacientemente la hora de salida. Todos los días me encontraba en Ituzaingó con uno o con otro para ir al río. Los fines de semana armábamos la carpa con Rodolfo, el primo del “Francés”, otro que era de fierro, inteligente, trabajador y sobre todo de palabra.(2)

Pero el que todos los días de la semana, invariablemente me esperaba en la estación era el “Francés”.

Nuevamente me fijé en la pared la marca del sol. Faltaba poco para la hora de salida. Impaciente, pensaba en las zambullidas que nos daríamos en Puente Márquez con el “Francés”. Me lavé y salí corriendo para alcanzar el tren de las cuatro y diez.

El tren iba entrando a la estación de Ituzaingó y yo lo buscaba por la ventanilla. Me largué en cuanto paró y apurado pasé por el pasillo que daba a la barrera. Me extrañó no encontrarlo. Entonces me acerqué al kiosco de Tito Díaz y le pregunté:

--Tito, ¿viste al “Francés”?

Me miró acongojado y me respondió titubeando:

--Cómo… ¿no sabés?

--No sé qué… --bajó la vista y me dijo con tristeza:

--Al “Francés” lo mató un camión… un camión de hacienda… ahí nomás en la barrera de la cabina… recién… hace una hora.

Pero yo ya no lo escuchaba. Sacudido por el golpe tremendo me alejé lentamente, atontado. Cuando reaccioné me encontré llorando en mi pieza mientras mi mamá me consolaba.

Mi juventud murió con Alberto Goyaud.


(23) Rodolfo Goyaud (1924-1963).

CAPÍTULO XV
AQUELLOS JÓVENES AÑOS EN ITUZAINGÓ

Aunque el tiempo pasó, ya la realidad me había marcado con la pérdida de mi entrañable amigo. Todo era irreversible.

El “Francés” ya no estaba a mi lado, había muerto y sólo su recuerdo sigue viviendo en mi, un recuerdo perdurable que me acompañará por siempre.

Los mayores de los muchachos algunos ya con novia, ahora se reunían en el café del pelado Humberto.(24)

Pero yo pertenecía a la camada intermedia. Mi barra era la del río, mi punto de reunión Puente Márquez. Esa era mi casa, mi café y mi club.

En aquel secreto que se fue con el “Francés”, cuando salvó mi vida, estaba la clave. El me había dicho: “El río es parte de nuestra vida” y tenía razón.

Así lo vivimos en aquellos años. Aquellos jóvenes años en Ituzaingó.

Una mañana fui a buscar a “Chiquilín”, como llamábamos a uno de los hijos del sordo Branda.

El viejo tenía una herrería cerca de la estación y vivía en un altillo sobre el galpón donde trabajaba.

Tratando de no hacer ruido abrí la puertita del galpón. Haciéndole señas, le dije con voz ahogada:

--Voy para el río ¿me acompañás?

Con voz despreocupada me contestó:

--¡Está el viejo! Pero igual me voy a rajar.

Cuando se disponía a seguirme apareció el sordo Branda que enérgicamente le ordenó:

--¡”Chiquilín” prendé la fragua!

Mi amigo se paralizó sorprendido “in fraganti” y en un arranque le contestó:

--¡Andá a la puta que te parió!

Desde luego el viejo, sordo como era, entendió otra cosa.

--No, no… El café con leche lo tomás después… Ahora andá y prendé la fragua.

Al verme, se acomodó la gorra y dirigiéndose a mi me dijo con severidad:

--A vos no quiero verte más por aquí.

Yo me hacía el desentendido. Entonces se violentó y me dijo:

--Vos “Colorado” en esta casa sos peor que la peste. No quiero verte más. ¿Entendiste?

Como no me movía comenzó a bajar la escalera amenazador. Fue entonces cuando tomé la decisión de irme velozmente. Sin embargo alcancé a oír la voz de “Chiquilín” que me decía:

--Esperame en la curva de Banquero. En cuanto pueda me rajo.(25)


Me fui hasta la curva de Banquero y lo esperé.

El flaco Banquero fue otro personaje de mi juventud. Flaco, alto con los pantalones por encima de los tobillos y siempre calzado con sus botines “Patria”.

La curva de Banquero se hizo famosa por la disputa que se originó durante la construcción del camino que unía Ituzaingó con Villa León. En el trazado de la calle Brandsen, el único obstáculo era un árbol, un viejo tala. Los Banquero cedieron su tierra para que se hiciera el camino, a condición de que el tala permaneciera en el lugar, “porque lo había plantado el tata” cuando llegaron a Ituzaingó y porque allí cayó el rayo que hirió a la hermana. Y si el padre lo había plantado, el árbol seguiría en el lugar.

Se discutió mucho pero al final se desvió el camino formando la actual curva conocida como de Banquero.

De pronto apareció “Chiquilín” con el benjamín de la barra, “Can fallecido”. Al principio los muchachos lo llamaban “Perro Muerto”. Su verdadero nombre era Jorge. A mi me había pedido que influenciara sobre los demás para que en las fiestas o en los cumpleaños no lo llamaran tan groseramente. Al menos que suavizaran el sobrenombre.

El mismo encontró la solución al proponer un equivalente más distinguido como “Can fallecido”.

“A vos hay que llamarte Jorge, pero de cualquier manera ya no te llamarán más “Perro Muerto”.

--“Chiquilín”, por qué no cortamos por la Ratti –propuse.(26)

Mientras caminábamos por allí, “Can fallecido” preguntó:

--¿Cómo andamos de morfi? –y le brillaron los ojos.

Aunque él no había traido nada, estaba seguro que antes de llegar conseguiría lo necesario, por lo menos superaría su parte porque era ligero cuando entraba en una quinta.

Con la bolsa atada al cinturón “Can fallecido” saltó.

Desde lo alto de un eucaliptos “Chiquilín” observaba los movimientos de los portugueses en un cuadro de la plantación, pasando la noria. Lo único que les veía eran los trastes mirando el cielo.

--Tranquilo… trabajá tranquilo –le dijo.

Cuando divisamos el puente, ya lejos de los Portugueses, nos sentamos a la sombra de un cerco de ligustrina para ordenar lo hurtado.

Luego dejamos atrás la bajada y llegamos al río. Acomodamos las cosas y en calzoncillos nos zambullimos. El agua estaba fabulosa.

Como “Can fallecido” se había alejado mucho lo llamé, pero él hacía señas de que había encontrado algo. Luego subió a la loma y desapareció.

--Este debe haber ido a buscar algo –comentó “Chiquilín”—Mientras no le pase nada…

Encendimos el fuego y trepé el árbol donde guardábamos nuestros enseres de cocina, un equipo de campaña compuesto por una lata grande, otras más pequeñas y una parrilla improvisada.

“Can fallecido” apareció con un gran gallo bataraz que forcejeaba por liberarse de sus diminutas manos.

--¡Mirá!... ¡Mirá!... “Colorado” de lo que me agencié. Está solo… Se debe haber perdido. ¡Qué panzada nos vamos a dar! –y le hundía los dedos en la pechuga-- ¡Todo carne “Colorado”!... ¡Todo carne!

--Es un poco tarde para hacerlo –le dije sin querer herir su susceptibilidad— Este pollo va a llevar tiempo. Para colmo no tenemos bicarbonato.

--¿Desde cuándo ustedes son tan delicados? Hace un rato no teníamos nada para comer. Ahora tenemos un robusto pollo para un puchero de gallina –dijo “Can fallecido”.

--Sí, mirá qué espolones tiene esta gallina –repliqué—Son dos bayonetas… esta gallina tiene mil años. Con suerte lo comeremos a las once de la noche. Yo no quiero herir tu estilo de “busca” pero otra vez fíjate si el riesgo vale la pena.

--Yo sé por qué lo traje. Dentro de un rato caen los negros y ma qué ópera ni ópera… Se comen hasta la cacerola. Mario vos meté el pollo en la olla y dejá a los que atericen discutir conmigo si está blando o duro… vos los conocés mejor que yo. ¿Te acordás lo que nos hizo Monyetas… Carlitos el panadero? Nos trajo un pan dulce para el fin de año y nosotros contentos. Lo mojábamos y mojábamos en el mate cocido pero igual lo comimos. Nadie dijo nada… Era del año anterior. ¡Tenía un año!... y lo comimos. Así va a pasar con el pollo.(27)

El Ford 29 de don Pedro Orga trepó la subida de Gaona por la huella dibujada en el panorama abierto que llevaba al río justo cuando caía la tarde. Enseguida lo convidamos a tomar unos mates con nosotros.

--Sí, si, si… no, no, no… tardan mucho unos mates mu… mu… muchachos –contestó tartamudeando.

Desde el accidente no pudo superar su tartamudez. El susto lo había dejado así. Fue tiempo atrás cuando en el cruce a nivel de la barrera 80 el tren le cortó en dos el auto que conducía. El pobre viejo se quedó con el volante en la mano haciendo señas para que lo socorrieran. Durante mucho tiempo no habló hasta que logró expresarse como ahora tartamudeando.

Don Pedro Orga, inconfundible con su camisa rayada, pañuelo negro y nudo galleta, pantalón fantasía, faja ancha e impecables alpargatas blancas. Solía jugar a las bochas en lo de Crespo, pasando la barrera de Santa Rosa. Era el único lugar donde descubría su pelada. Se sacaba la gorra bataraza y dubitativamente se rascaba la cabeza ante un tiro difícil.(28)

Mientras tomaba un mate, preguntó:

--¿Se… se van… a… a… quedar toda la… la… noche muchachos?

--Hasta la madrugada don Pedro –respondí.

--¡Ajá!... Bueno yo me voy a dir.

El “Zorro” dispuesto a gastarle sus acostumbradas bromas le preguntó:

--Oiga, don Pedro ¿está muy apurado?

--Más o menos muchachos –contestó mientras intentaba levantarse para ir a su Ford.

--Porque ahora nomás va a caer un “Marica” de la quinta de enfrente –y acercándose al oído casi en secreto le preguntó-- ¿No se anima a hacerle un tirito? Es flojón y enseguida agarra viaje.

El viejo se incorporó violentamente y con ademanes negativos exclamó:

--No… no… no te embromes… Vaya Dios y la desgracia… ¡Que lo empreñe!... ¡Qué muchacho!... Estos juegos no me gustan nada… No son para mi…

Se subió a su Ford y partió arando el piso mientras nosotros festejábamos la ocurrencia del “Zorro” y el susto del viejo.


(24) Huberto Bagnacedri.

(25) Brandsen y Carabobo.

(26) Avenida Ratti.

(27) Carlos Terradas. Panadería “La Idea”.

(28) “Antiguo almacén de los olivos” en Saladillo y Guaminí, frente a Rivadavia en Castelar.


CAPÍTULO XVI
EXPEDICIONARIOS RÍO ABAJO

Ya habían comenzado la construcción del nuevo puente Márquez, con una estructura totalmente de cemento.

El viejo puente con sus quebrachos cruzados y bulones enmohecidos agonizaba. Sus bases estaban carcomidas por las corrientes repletas de algas, con miles de caracoles aferrados a sus parantes que todavía crujían recordando el paso de los carruajes.

Cuánta historia moría con el viejo puente Márquez.

Con Rodolfo, el primo del “Francés” nos zambullimos una y otra vez desde el puente. Con la carpa instalada cerca del recreo de Jurado pasamos nuestros mejores años. Alborozados recibimos la visita de don Rogelio, el padre que traía el auto cargado de provisiones.

El río era el veraneo del pueblo. La naturaleza al alcance de la mano y gratis, con agua límpida y transparente que se podía beber. Pero el hombre y sobre todo la falta de control terminó por contaminarla, impidiendo que niños, jóvenes y viejos aprovecharan lo que pertenece a todos, convirtiendo la zona ribereña, orgullo de Ituzaingó, en un páramo olvidado con el peligro de que con el pretexto de industrialización y progreso se negocie cada palmo de tierra, se tale cada ejemplar de nuestra flora y se elimine un hábitat natural para nuestra fauna. Aquellos que intenten profundizar el daño a nuestro patrimonio serán señalados severamente por la historia.

Me coloqué en el lugar de siempre apoyando los dedos de los pies en la vieja baranda y aspirando profundamente, con los brazos abiertos me zambullí. En cuanto entré en el agua me sentí inmovilizado, sin poder realizar ningún movimiento y sin poder regresar a la superficie. Era raro. No había sufrido ningún golpe, sin embargo no me podía mover. Me asusté porque noté enseguida que lo que me rodeaba no era agua. Sentí el gusto en los labios y de pronto me di cuenta. Me había clavado en el barro depositado por la nueva construcción. Todo el sector de la olla donde nos zambullíamos esta cubierto por el lodo que los trabajos habían desplazado.

Fue una suerte que detrás de mi inmediatamente cayeran el “Zorro” el petiso Cano y el más gordo de los Obrizzo, porque removieron el pesado lodo y todos pudimos salir, pintados de marrón oscuro.

El campamento de los obreros había tomado gran parte de una chacra lindera. A raíz de ello escaparon una chancha y varios lechones hacia la orilla del río. Pero era imposible acercarse porque los obreros del puente se darían cuenta.

Me quedé solo cerca de la loma que corta el río, escondido detrás de unos arbustos, en el borde del pequeño acantilado. Me separaban del agua seis metros de altura. Si se acercaba un lechón estaríamos en el agua antes de que se dieran cuenta. Era una posibilidad. De pronto entre la maleza se movieron unos cerdos. Sin meditar corrí al bulto, tomé uno y salté al agua. Nadé hasta la orilla, lo enredé en unas raíces y me dirigí a comunicar la nueva adquisición para el almuerzo.

El nuevo día trajo la novedad de que el río había crecido saliéndose de cauce. Había tapado el viejo puente y el nuevo. La fuerza del agua desmanteló parte del obrador y en plena confusión los obreros recolectaron sus pertenencias.

El recreo de Jurado sufrió las consecuencias. El pobre había perdido la mitad de las gallinas y patos. Pero se mostraba muy apenado por los botes que la corriente le había arrastrado. Según él estarían boyando en la laguna, pasando el manantial.

El “Zorro” y yo decidimos darle una mano a don Jurado tratando de encontrarle algunos de los cinco botes extraviados.

En una canoa de lona nos dirigimos río abajo en un viaje de expedición de unos cinco kilómetros. Quedamos que el hijo mayor nos alcanzaría por la tarde por Bella Vista. Sabíamos que el regreso era casi imposible por la fuerza del agua.

El viejo Jurado nos preparó panes con mortadela y media botella de vino. Llevamos también sogas y alambres para anclar los botes en algún reparo o codo del río.

El “Zorro” tomó justo por el centro del curso de agua y siendo conocedor de los parajes mantuvo siempre la posición. La canoa se desplazaba velozmente entre animales muertos y todo tipo de cacharros flotando.

Los alambrados habían desparecido bajo las aguas. Las pocas casas que pasamos estaban completamente deshabitadas. En las lomas se habían refugiado casi todos los animales que se habían salvado: liebres, peludos, gallinas, gatos… como el Arca de Noé.

Llegamos hasta el manantial. El tanque australiano también había desaparecido bajo las aguas.

--Si están, tiene que ser por aquí –dijo el “Zorro”—Mirá bien.

Nos internamos por un juncal que estaba cubierto por trastos de toda especie, puertas de aparadores, sillas, fuentones, tablas de lavar la ropa, canastos.

Por fin encontramos en ese lugar, tres de los cinco botes juntos con otros que no eran del recreo de Jurado. Luego de reflotarlos los amarramos a nuestra embarcación. Las otras las amarramos a un viejo árbol y continuamos avanzando como una flota. Pasando los paraísos encontramos semihundido el cuarto bote y bastante cerca el último.

Al acercarnos notamos algo raro; alguien se movía dentro del bote. Nos aproximamos con precaución y desconfianza. Un lagarto de metro y medio nos recibió mostrando nerviosamente la lengua. Decidimos dejarlo donde estaba y traerlo a él también de regreso con nosotros. Así que incorporamos los nuevos botes a la flota y nos dirigimos al puente de Bella Vista favorecidos por la correntada.

Cuando faltaba un kilómetro ya nos habíamos devorado todo lo que habíamos llevado.

La creciente ocasionó víctimas. Varias personas se ahogaron. Navegamos río abajo cuando vimos a un ahogado enganchado en un alambrado cerca de los paraísos. Un sargento y un agente de policía revisaban al muerto, le sacaron unos papeles, un reloj y un cinturón que tenía un medallón con cierre. Como uno de los zapatos estaba roto los arrojaron al río. Al notar que los estábamos viendo, el sargento nos llamó:

--Vos “Colorado”. Esto es para el sumario ¿entendés? –y me mostraba lo que le habían sacado—Por las dudas vos no viste nada. ¿Está claro?... y ahora haceme una gauchada, pásame para el otro lado al finao que ya está medio podrido. Que se encarguen los de San Miguel.

Con un palo empujó el cadáver al medio del río y nos ordenó:

--Anclálo enfrente, en el juncal –y acomodándose su poblado bigote insistió—Vos no viste nada ¿está claro?

Los dos montaron y se alejaron al paso.

Después nos enteramos que los que vinieron de la otra orilla hicieron lo mismo que el sargento, lo pasaron otra vez para este lado. Por suerte para el muerto finalmente vinieron los bomberos de Morón y se lo llevaron definitivamente.


CAPÍTULO XVII
LOS BAILES DEL OESTE

Si bien “Polo” era de Ituzaingó, de una familia pudiente y nos habíamos visto mil veces, recién lo conocí en un baile de Marcos Paz. Era un tipo audaz pero introvertido, que no se daba con cualquiera. Sus relaciones, su status lo hacían inalcanzable. Pero él no tenía amigos y a esa edad no se puede esperar. Los años vuelan y una juventud sin afectos, sin travesuras, sin los primeros bailes, sin la inolvidable emoción de la primer pareja, sin las salidas con los muchachos, no es juventud. Eso Polo lo sabía y por eso sentado al volante de su lujosa voiturette convertible Chevrolet, nos esperaba fumando.

Cuando llegué ya estaban con él “Siete trajes” y “Cuarenta piletas”. En mi pueblo el que exageraba rápidamente conquistaba un mote. El primero cometió el error de decir que todos los días de la semana cambiaba un traje y el segundo que su entrenamiento diario eran cuarenta piletas.

El que llegó conmigo si bien se llamaba Roberto, todos lo conocían por “Estampilla” porque cuando bailaba se pegaba tanto que ni se veía.

La voiturette dio dos vueltas a la plaza, cruzamos la barrera de la cabina y nos dirigimos a Merlo. Allí terminaba el asfalto.

En la avenida principal de Merlo en una gran plazoleta identificada por un mástil se organizaban bailes populares. Las chicas acompañadas por sus madres daban vueltas.

En aquel lugar éramos forasteros. Mi técnica era bailar primero con la vieja. Si le caía en gracia, el camino para conquistar la hija estaba casi logrado.

Un sábado fuimos con la Chevrolet a Marcos Paz. Desde Merlo el camino era de tierra. Como “Siete trajes” y yo íbamos atrás, llegamos medio muertos por culpa del polvo y del fresquete. Menos mal que no llovió.

El club se llamaba “Once Rayos”. Aunque éramos forasteros igualmente éramos conocidos. Ya habíamos incursionado en varias oportunidades. Algunas chicas esperaban a los muchachos de Ituzaingó. Todo fue bien hasta que empezó a garuar. Entonces “Polo” nos llamó.

--Muchachos es una pena pero tengo que irme, porque con esta lluvia si no me voy ya, no salgo más de aquí. Si quieren ustedes pueden volverse antes.

Se fue con “Cuarenta piletas” y con “Estampilla”. Nos quedamos “Siete trajes” y yo. El viento y los relámpagos no asustaron a nadie. “Siete trajes” que además de tenerlos, era buen mozo y pintón, se entreveró con una joven muy popular y querida de la zona, lo que motivó que los muchachos del lugar lo provocaran más de una vez, pero él se hacía el oso. Por mi parte yo no tenía problemas porque mi pareja pertenecía al sindicato del “Puloy”(29) y el cepillo. Era humilde, pequeña y trabajadora.

Un poderoso resplandor seguido de un estruendo acompañó al diluvio. Todos corrimos a los salones del club. Las madres con el apurón habían desaparecido.

Yo no sé si fue la tormenta, pero como cambiaron estas niñas. El churro que acompañaba a “Siete trajes” lo tenía abrazado con el pretexto de que se había mojado y tenía que entrar en calor. Yo no tuve tanta suerte. Me tomó la mano y fui a barrera y secar el patio en cuanto paró de llover. ¡Pensar que había hecho tantos kilómetros para verla barrera!

El tiempo se estabilizó y la “Puloy y cepillo” volvió a mis brazos toda la noche.


(29) Marca de un polvo abrasivo.


 


CAPÍTULO XVIII
MIS PRIMEROS PASOS EN EL ESPECTÁCULO

Finalmente empecé a trabajar en la radio en programas de chicos como “La voz del aire” con la pandilla de “El Tony” en la que hacía “El Pecoso” con mis hermanos Ricardo y Margot y dirigida por papá.

Mi mamá me buscaba por todas partes para que fuera con mis hermanos a la radio. Pero yo andaba atorranteando por el pueblo.

--¿Dónde se habrá metido este chico? ¡Va a llegar tarde a la audición! ¡Dios mío qué suplicio! –exclamaba.

Tenía que lavarme, vestirme y luego tomar el tren para llegar a la radio. Pero cuando salía era feliz porque volvía a mi pueblo. Pero antes pasaba por las “Cuartetas” en la calle Corrientes y me atracaba de pizza de muzzarella.

En Once tomaba el tren eléctrico con asientos de cuero, tres ventiladores de paleta por coche, vidrios tallados con las iniciales F.C.O. Ferrocarril Oeste. Viajaba en primera clase hasta que venía el guarda. Luego continuaba en segunda hasta que llegaba a Ituzaingó.

Ese año trabajé por primera vez en cine en “La muchacha del circo” dirigida por Manuel Romero. Desde luego como extra. El rodaje era en Liniers y necesitaban chicos.

Aquel mundo me deslumbró. El mecanismo con sus grúas, carros, grupos electrógenos me sedujo tanto que prometí ser actor de cine.

Ricardo me presentó al director Augusto César Vateone y desde entonces trabajé seguido. Las filmaciones en aquellos tiempos se cumplían sin horarios. En una ocasión trabajé tres días seguidos sin salir de los estudios.

Al actor Marcos Zucker lo llamaban “Garufa”. Tenía un traje color verde mostaza despampanante. Un día me llamó.

--¿Te gusta? Te lo vendo –y me dijo el precio.

--No llego ni a la mitad –le contesté.

--Llevalo igual, por la mitad o por lo que tengas. A vos te va a quedar mejor que a mi.

Un día el segundo ayudante del director me dijo:

--Vas a hacer carrera.

--¿Por qué?

--Porque no te peinás nunca.

La escena programada era “Tomas de la disputa entre arribeños y abajeños”. Nos entregaron los garrotes de utilería que inmediatamente probamos en la cabeza de algún compañero. Esto fue tomando tanta fuerza que ya antes de la filmación existían dos bandos dispuestos a darse sin asco. Se dio la orden: ¡Cámara! ¡Acción!

¡Qué batalla! Golpes y trompadas. Estábamos peleando en serio. Perdimos noción de todo. Las trompadas eran cada vez más sangrientas. Varias veces se dio la orden de ¡Corten! Pero nadie escuchaba. La carga de película se agotó. Algunos intentaron separarnos sin éxito. Hasta que cortaron la luz.

Los heridos fueron muchos, pero no de gravedad. Esa noche dormí muy dolorido. Así fueron los primeros pasos en mi trayectoria artística.

A Ricardo le iba bien, filmaba seguido y sus películas tenían buena acogida. Por sus obligaciones cambiaba seguido de ropa.

Yo era como mi amigo “Chirola Gastada”, la naturaleza me había dotado de un físico elástico. Todo lo que usaba mi hermano a mi me caía al pelo. Y así fui poblando mi guardarropas. Ya podía hacerle la competencia a “Siete trajes”. Si habré hecho pinta con los trajes de mi hermano.

Don Enrique tenía un Morris verde con el techo corredizo.(30) En el camino de la estación hasta su quinta siempre pasaba por mi casa. Algunas veces paraba para hablar con mi padre. Se conocían desde hacía tiempo. Habían trabajado juntos en algunas oportunidades.

Cuando volvíamos en tren después de las funciones siempre tomaba el coche de alquiler del gordo Jacinto Cassir y me dejaba en la puerta de la casa.

--Che pibe… realmente ¿vos querés ser actor?

Y me llevó en gira por varios países del Pacífico. Lo acompañé en sus últimos momentos cuando murió lejos de su Patria y de Ituzaingó, el pueblo que tanto amó.


(30) Enrique de Rosas, actor de cine y teatro.

CAPÍTULO XIX
NO AVANZAR. ZONA MILITAR

--Chau mamá, tu hijo a partir de hoy es un soldado de la patria.

Mamá me dio un beso y rompió a llorar.

Cuando la tomé por los hombros recién entonces me di cuenta de que era más alto que ella.

--No llores. Los que van a llorar serán ellos cuando me ponga canchero.

Las posibilidades de salvarme por número bajo eran muchas, poseía el número cero cero siete. Pero el médico militar me desanimó.

--Este año entran todos –y se rió.

No se equivocó porque entraron tuertos, rengos y mancos.

Ya en la Escuela de Comunicaciones, en Campo de Mayo, sin comer y pasadas las cinco de la tarde decidieron cortarnos el pelo.

--¿Cómo la querés? ¿Medio corte o a la americana? –me preguntó un veterano y ahí nomás me rapó --¿Te gusta así o lo querés más corto?

No me había dejado ni las pestañas. ¡Qué fulero quedé!

A la semana había bajado cinco kilos. Algunos de mis compañeros en la enfermería y otros quejándose por la noche. La fila era larga y sólo entrábamos de a uno para que nos inyectaran la famosa “matacaballos” que me dejó dos días en cama con una fiebre bárbara.

Treinta días después, rapado y flaco tuve mi primer salida que aproveché para ir a bailar el fox trot de moda “Amor en Budapest” en “Los indios de Moreno”.

¡Qué bien estaba aquella mina! La soñé una semana seguida en el cuartel.

--¡Compañía arriba!

Y una pitada penetrante cortó el sueño más romántico, reemplazando los maravillosos ojos mansos de un hermoso rostro femenino por unos ojos saltones como huevos duros que se salían de la cara chata, con vestigios de viruela, del sargento.

El “orden cerrado” y el “orden abierto” me tenían podrido.

--¡Arriba! ¡Abajo! ¡Arriba! ¡abajo! A la compañía la quiero en el aire, soldaditos… ¡en el aire!

El sargento se plantó delante de mi y me aplicó cinco días de arresto. En ese momento supe que no los pasaría en el cuartel. Era un plan que venía acariciando desde hacía tiempo.

El río me conduciría hasta Puente Roca o Puente Márquez en Ituzaingó. Era un nadador nato.

Escuché abrir las compuertas de la usina, a cien metros. Comprendí que en media hora bajaría el nivel. En la curva del puente, cargué los pulmones con todo el oxígeno posible y me deslicé como una anguila en el agua en busca de la orilla de enfrente, desde donde saldría. Descendí unos tres metros y bajó la temperatura. Inexorablemente debía llegar al juncal. El golpe contra una raíz me clavó en el lecho barroso pero la fuerza de la corriente me elevó rápidamente. Repuse el aire. La corriente vertiginosamente me empujó hacia las compuertas. Una plancha se soltó zafándolas y permitiendo que el caudal empezara a bajar estrepitosamente. El centinela estaba en el centro del puente. Peligraba mi escape. La rápida bajante dejó al descubierto raíces y troncos sumergidos. Me dejé arrastrar por la correntada hacia las compuertas, donde una maraña de cables submarinos protegen las compuertas de la basura que arrastra el río. De pronto quedé enganchado en el laberinto de los cables. Sentía un fuerte dolor en el brazo izquierdo. Busqué la abertura, calculé el diámetro, pasé primero una pierna, luego la otra, deslicé el cuerpo e inmediatamente sentí alivio en el brazo atascado. La fuerza de la corriente me arrastró nuevamente hacia las compuertas. Una tobera me chupó y me derivó a una canaleta de desagüe. Con una velocidad vertiginosa llegué hasta los parantes del puente que cruza la puerta dos.

Permanecí un rato aferrado normalizando la respiración. Un equipo de reparaciones trataba de soltar las compuertas trabadas. Si lo lograban el agua bajaría aún más y mi escape sería imposible. Se me hacía difícil nadar los cincuenta metros contra la corriente.

El centinela giró y se encaminó al puesto dando la espalda. Clavé la vista sobre los dos puentes y nadé hasta agotar el oxígeno. El puente se veía cada vez más pequeño. Campo de Mayo había quedado atrás. Retorné a un ritmo de braceada más normal.

Pasé por Bella Vista y los puentes del ferrocarril. Al llegar al Club de Regatas continué por la costa hasta los paraísos. Son tierras fiscales del I.N.T.A.(31) Una bandada de patos se elevó mientras los teros taladraban el ambiente sereno de un hermoso atardecer. Pasé por la laguna. Una rana macho saltó de pronto y sin darme cuenta ya la tenía entre mis dedos. Mi intención era arrojarla al medio del río pero sabía que difícilmente podría llegar a la orilla. El lugar es profundo y está minado de tarariras.

Al llegar a Las Cabañas no pude avanzar. Me deslicé en el río y tomé el ritmo de braceo. Una hora después cruzaba Puente Roca. El sol me golpeó la frente. Ya era feliz.


(31) Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria.

 




CAPÍTULO XX
PESCADORES DE ANGUILAS

Una taza de mate cocido y un pedazo de pan me reconfortaron. Pero lo que más me reconfortó fue el calor de mis amigos, con una amistad pura, limpia, natural, que suele perderse en las tinieblas del tiempo.

La chatita “Chevrolet” de “Tucho” se detuvo cargada con todos los elementos de pesca. En cuanto bajó, me tiró un par de manoplas para apretar anguilas y sin rodeos me dijo:

--“Colorau” si se te escapan ahora, ¡rifate!

Nos preparamos para la pesca nocturna. Espineles, aparejos, líneas, cañas. ¡Qué artillería!

Formamos tres grupos para cubrir los tres kilómetros que hay desde Puente Roca hasta Puente Márquez.

“Tucho”, el “Zorro”, “Chapuza” y yo recorreremos el arroyo, cueviando, es decir, metiéndonos en las cuevas donde se refugiaban las anguilas. El resto cruzaría el río con todo el equipo, cuatro faroles de noche y algunas linternas. “Tucho” con las manoplas y “Chapuza” por una orilla. El “Zorro” y yo haremos los primeros tanteos. El arroyo es angosto y sinuoso, la costa irregular y barrosa. El hábitat ideal para las anguilas. Los verdaderos y fabulosos tapes se encuentran aquí.

La noche está iluminada por una luna que brilla en un cielo despejado que nos permite movilizarnos sin riesgos.

La bajante dejó al descubierto muchas cuevas. Nos movemos casi en silencio. Sólo se escuchaba el ruido que produce el vacío al sacar los pies del barro.

El “Zorro” tanteó el sector e inició el bloqueo de la cueva y sus salidas. Introdujo una pierna en una de las bocas arcillosas presionando con ambas manos la entrada del puente. El agua estaba tibia delatando la presencia de la anguila. Taponé la otra boca. Así9 la salida quedó bloqueada. El “Zorro” se preparó para el zarpazo. Prácticamente se abrazó a la pared barrosa y con una mano abierta recorrió el trecho que lo separaba de su presa. De pronto todo fue remolino de brazos y piernas. El barró saltó hacia todos los lados, nos resbalamos y caimos. Pero el “Zorro” siguió sin soltar. La manopla se ancló fuertemente impidiendo todo escape. En un esfuerzo logré embocar la bolsa. En el tanteo calculé casi un metro, un verdadero matungo de anguila.

Salimos, cruzamos dos alambrados mientras un par de caballos se espantaron.

Después de un trecho el “Zorro” me entregó las manoplas diciéndome:

--Cueviá vos… estoy mufado… Tal vez tengas más suerte.

No se equivocó. La primera cueva estaba caliente. Abrí totalmente la mano. Mi temor era fundado porque allí solían refugiarse las tarariras que con sus dientes no perdonaban dedos. Inicié el bloqueo. El “Zorro” preparó la bolsa. Mi mano se hundió lentamente en el barro buscando el centro del ejemplar. El agua estaba tibia señalando su presencia. Sentí un movimiento rítmico como el producido por una ventosa. Cerré la mano con todas mis fuerzas ¡La había atrapado! Luché por separarla de la zona arcillosa en un desafío de nervio y músculo. Mis muñecas estaban doloridas. En un esfuerzo por no soltarla me dejé caer en el agua. El “Zorro” abrió la bolsa y yo metí medio cuerpo junto con la anguila que demostraba su potencia. Tenía el brazo acalambrado, pero de pronto desapareció el cosquilleo. El tape ya estaba adentro. Me lavé la cara y los brazos en el arroyo.

Una raíz de eucalipto se consumía lentamente. La rodeaban dos pavas y una lata de cinco litros, que mantenían durante toda la noche el agua caliente para el mate. Caía el rocío. El “Zorro” cubrió mi espalda con su campera. Me arrimé al fogón y preparé un poco de mate cocido. Habíamos hecho muy buena cosecha río abajo, media bolsa de anguilas. Los muchachos de Castelar aparecieron con bogas y tarariras. Los de Morón aún seguían en los paraísos y regresarían con el amanecer. “Tucho” dormía debajo de la Ford. La luna llena caía lentamente detrás de los sauces recortando caprichosamente el horizonte y dominando el paisaje. Bajo la imponente estructura del puente dormitaban algunos muchachos. Automáticamente arrimé brasas a la parrilla debajo de la carne. Desde la superficie del río empezaba a elevarse el clásico vapor que mezclado a un clima fantasmal convirtiéndolo todo en irreal. Mi imaginación voló hacia los pantanos perdidos en la selva. Pero el misterio creado por la evaporación del agua fue cediendo al nuevo día. Amaneció.

Al atardecer me despedí de mis amigos. El “Zorro” y “Chapuza” me acompañaron un par de kilómetros. Había llovido parte del día y eso facilitó mi regreso al cuartel.

 


CAPÍTULO XXI
“EL HIENA”

El río estaba cargado y cuanto más subía más fácil el regreso. Me sumergí a la altura del I.N.T.A. Con la corriente a favor volví a cruzar el puente de Bella Vista. Ya había anochecido. Una estrella roja delató la presencia del tanque de agua en el Campo de Mayo.

Una hora después, con la salida de la luna, había llegado. Esperé algún tronco o ramas para cruzar el puesto del centinela. Un camalote me arrastró y ya estaba El Palomar, en el sector de la Escuela de Comunicaciones. El río me unía.

Varios kilómetros río arriba, Puente Márquez, con la vida silvestre de la naturaleza y mis felices amigos llenos de emociones. Varios kilómetros río abajo Campo de Mayo, con la vida rígida del cuartel y mis infelices adversarios llenos de malos momentos.

Nuestro querido sargento “El Hiena” andaba mal. Su mujer se había ido con otro y él estaba enfurecido. A nosotros se nos atragantó el mate cocido porque pagamos los platos rotos.

--¡Fir… mé!... ¡Soldaditos! –viendo en cada rostro el de su mujer --¡Atención!... ¡Cuerpo a tierra!... “Arriba!... ¡Abajo!... ¡Arriba!... ¡Abajo!... ¡Firr… mé!

Nos volvió estúpidos con tanta sacudida. Estaba como enloquecido. De pronto sentí un fuerte dolor que me quitó la respiración. “El Hiena” me había pegado una patada en el hígado mientras gritaba:

--¡Arriba! ¡Soldadito!... ¡Arriba!...

El dolor me torció nuevamente.

--¡Firme!... soldado –ordenó.

Como aún no podía incorporarme completamente, me dio una trompada que me enderezó en el acto. Esta vez las lágrimas me saltaron de los ojos. Se acomodó el bigote ralo.

--¿Vio soldadito? ¿Vio como se puede?

Se volvió a acomodar el bigote y nos llevó al campo de orden cerrado.

Sólo volvimos a la locura de antes cuando encontró una gorda que lo apaciguó.

Criminal en potencia terminó en el sur, desde donde todos vuelven mansos, masticando los cinco años que le dieron. De macho sólo tenía las jinetas. No todos eran así. Era cuestión de suerte.

Mi vida en el cuartel cambió. El trato con los suboficiales también. Habían encontrado en la planilla que yo sabía manejar y me habían hecho chofer del mayor. Mi nueva ubicación me permitió descubrir en la vida militar superior un mundo de hipocresía jamás soñado por mi. En el cuartel todos se saludaban con energía y vehemencia, pero la envidia y el odio eran socios en el camino de escalar posiciones. Un triste ejemplo para la juventud. Había que tener un temple especial para conducirse. Los había, pero eran los menos. El mayor era uno de ellos. Fue el saldo positivo de mi experiencia en el servicio militar. Gracias a él llegué a pensar que algún día todo cambiaría.

Regresamos de unas cortas maniobras en Marcos Paz. Estaba cansado y ansioso por mi franco. El mayor se había retirado no sin antes amonestar al teniente. Sus directivas hacia mi habían sido dejar todo en orden y luego tomar el fin de semana para presentarme el lunes a primera hora.

Ya me retiraba cuando me llamó el teniente.

--Soldado. El mayor no está así que se me coloca la ropa de fajina y me enciende la caldera que necesito agua caliente.

Me cuadré, le pedí permiso para hablar y le expliqué que estaba de franco hasta el lunes. Entonces estalló, lo que no pudo decirle al mayor me lo exteriorizó a mi.

--¡Qué franco ni franco!... ¡Andá a prender la caldera! –y mientras me hundía repetidamente el dedo en el pecho gritó--: ¿Está claro? ¡Después te quiero ver por aquí! ¿Me entendés?

Me puse la ropa de fajina y como manejaba bien el hacha fui rápido. Cargué con riesgo la caldera y la presión subió vertiginosamente. Controlé la válvula envuelto en transpiración. Habiendo cumplido me bañé, me vestí y me presenté al teniente para retirarme.

Cuando me vio con ropa de salida se enfureció.

--¡Cómo! ¿Todavía no te cambiaste? ¿Aún no encendiste la caldera? –y ante mi intento de explicarle gritó: --¡Cállese la boca soldado! –se incorporó y volviendo a hundir fuertemente su dedo en mi pecho exclamó --¡Reclutón!... ¡ahora va a saber lo que es bueno!

Durante media hora me bailó. Estaba empapado de tanto salto de rana. La chaquetilla parecía una bolsa mojada, las piernas no las sentía. Cuando me dejó gracias a una llamada me acosté en el piso boca arriba, extenuado y dolorido.

Volvió a entrar, ahora más contento porque lo había llamado su novia.

--Soldadito sea bueno. Vaya y prenda la caldera –ante mi silencio, repitió: --Soldado ¿me escuchó?

--Sí, mi teniente. Ya está prendida. La encendí antes… hace una hora que el agua está caliente.

--¿y por qué no me lo comunicó, por qué? –no le contesté--. Bueno, puede retirarse.

Me fui a la cuadra y me acosté, ya no tenía ganas de salir.

Una semana después, olvidada sobre un banco, me sonrió la carpeta del teniente con sus tácticas de guerra. En retribución al trato recibido la deposité en la caldera y en segundos se convirtió en cenizas. Me sentí el brazo ejecutor divino. Esa noche dormí con la satisfacción del deber cumplido.

A la madrugada el teniente ordenó al cabo de cuarto levantar la compañía. Revisó uno por uno los cofres y las camas, sin encontrar nada extraño.

Por suerte para mi conciencia nos bailó hasta el amanecer.

CAPÍTULO XXII
UN PUEBLO ETERNO

La noticia me llenó de dolor y reviví la amargura de perder a mis amigos de fierro. El avión de Rodolfo, el primo del “Francés” se había estrellado en misión periodística en Chivilcoy. Había muerto. Vinieron a mi memoria nuestras zambullidas en Puente Márquez, la vida en la carpa y los felices años de nuestra juventud en el viejo Ituzaingó.

El café “La Cancha” frente a las vías del ferrocarril, la farmacia “Del pueblo”, la lechería “El Tuyú”, la panadería “La Beba”, la clínica de “Julio Protto”, la tienda “La aurora”, el Club Gimnasia y Esgrima y junto con el Club Atlético, arriba del almacén de Pastré, las kermeses de la plaza sur con su palco de material donde actuaba la banda con integrantes del pueblo.

Mi gente, sus voces, modismos y refranes. El loco “Picaso” que emulando a un paracaidista se arrojó con su paraguas desde un molino, el “Boncha Martínez”, el “Ruso”, el “Oso”, el flaco Iván, Ramón Cabral “El Profesor” por pasarse de vivo en el juego, Enrique Airol, el ingeniero. “Cartón”, “Mingo”, “Siete Trajes”, “Maquinita”, “Sifones”, el flaco “Turquito” serio y reservado, que andaba con una de las caimanas.(43)

Imágenes que aparecen mezcladas por el tiempo. ¡Qué galería de personajes! Todos fueron parte de distintas etapas de mi vida. Aquellos años vividos y gozados, poblados de recuerdos son testimonios de nuestra existencia.

Identificarán una época, un estilo de vida y la vigencia de un código de lealtad donde se luchaba por el desarrollo del pueblo, sin compromisos políticos. Perdurarán en la memoria de aquellos que asuman el desafío que les exigirán los futuros habitantes de Ituzaingó.


(43) Ingeniero Cartón: Carlos Lafranque; Mingo: Domingo Airola; Maquinita: Manuel Fernández.

ÍNDICE


Capítulo I. Un pueblo en el oeste

Capítulo II. Tiempos difíciles

Capítulo III. Mi primer árbol

Capítulo IV. Un médico gaucho

Capítulo V. La aventura del campanario

Capítulo VI. Pocas Plumas

Capítulo VII. Chicos y policías

Capítulo VIII. Los aventureros de Monte Delfino

Capítulo IX. Reyes Magos en la Mansión Seré

Capítulo X. Pata e catre

Capítulo XI. El Francés, un amigo inolvidable

Capítulo XII. Los patines voladores

Capítulo XIII. Campamento en el Río de las Conchas

Capítulo XIV. La tragedia del Francés

Capítulo XV. Aquellos jóvenes años en Ituzaingó

Capítulo XVI. Expedicionarios río abajo

Capítulo XVII. Los bailes del oeste

Capítulo XVIII. Mis primeros pasos en el espectáculo

Capítulo XIX. No avanzar, zona militar

Capítulo XX. Pescadores de anguilas

Capítulo XXI. El Hiena

Capítulo XXII. El pueblo eterno


     “¿POR QUÉ ITUZAINGÓ?” ITINERARIO DE UN DESTINO A Margot y Ricardo (mis dos hermanos) Declarado de interés legislativo (exp. D/498/03-04...